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Cifra y arte

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¿Cuánto vende un libro? No lo sabemos. O, mejor dicho, sabemos que los autores deben confiar en sus editores, en las cifras de ventas que éstos les pasan o les pasan a sus agentes (en este caso, deben confiar también en sus agentes… confiar en un editor, vaya y pase, pero encima confiar en un agente… ¡es un exceso!). Y a la vez, las editoriales que no tienen distribución propia (las medianas y pequeñas) deben confiar en su distribuidor, que recibe las cifras de ventas de las librerías, que suelen olvidarse de dar como vendidos algunos libros al mes… ¿Por qué las cosas no pueden ser de otro modo? En el cine se sabe cuántas entradas se vendieron. En el teatro también. ¿Y en la edición? ¿Por qué no incorporar en el código de barras de los libros un chip que constate la venta? Si no es este modo, seguramente debe haber otro. La tecnología está a mano. Falta la voluntad política del mercado editorial. Porque de eso estuvimos hablando hasta aquí, del mercado editorial.

Pero desde otro punto de vista, desde el punto de vista de la lectura, de la crítica, de la valoración estética, es decir, desde el punto de vista más agudo, más radical, más atento, cuánto vende un libro, cuántos espectadores van al teatro o al cine, no tiene la menor importancia. Es irrelevante. La venta de un libro no roza siquiera lejanamente el interés en el texto. Cuánto vende un libro debe ser tema de conversación entre agentes, libreros, editores, encargados de prensa, distribuidores, gerentes de marketing, especialistas en due diligence, y por supuesto periodistas, a los que, como sabemos, ningún tema le es ajeno. Pero me deprime irremediablemente escuchar hablar de cifras de ventas a escritores y críticos. No estoy planteando que los escritores y críticos deban ser una especie de idiotas, de insolados incapaces de reflexionar sobre las condiciones materiales de la escritura y la edición –de la que el dinero evidentemente forma parte–, sino que formulo el deseo que, en la conversación, primen los compromisos estéticos y las disputas ideológicas, antes que la moral de almacenero (que por supuesto tiene su correlato estético: alcanza con ver los libros que ganan el Premio Planeta; etc., etc.).

Este es el momento de los balances de cifras (December is the cruelest month). Así como no los hay en la edición, sí los hay sobre cine. Sin ir más lejos, hace dos sábados este mismo diario realizó el balance del cine, con mucha información bien documentada, como suelen tener las notas de Diego Grillo Trubba. La película más vista fue Relatos salvajes, con exactamente 3.395.143 espectadores. Semejante millonada es la comprobación más evidente de la irrelevancia de las cifras frente al estado del arte. Hay películas nulas y masivas, las hay también nulas y vacías, lo mismo da.

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Volvamos a hablar de las políticas de la sintaxis, de las decisiones estéticas, de esas cosas antes que de otras: cambiar de tema de conversación ya sería un triunfo cultural. Pero la nota de PERFIL estaba tan bien informada, tenía tanto rigor en los números que incluso señalaba cuál fue la película menos vista del año: La H, de Nicanor Loreti, que fue vista por… 13 personas. Me parece que no fueron 13, sino 14: yo también la vi. Es un muy buen documental sobre Hermética, la banda de heavy metal de la que fui fan durante menos de un verano. ¡Pero qué verano!