Admito que es una vieja polémica. En cualquier caso, se trata de una discusión que arrancó hace tiempo y no habrá de concluir prontamente. Según una cierta mirada, es necesario hacer un esfuerzo para concentrarse en lo importante, renunciando a lo irrelevante. En este punto, quienes así piensan sostienen que es una pérdida de tiempo y una actividad estéril invertir esfuerzos en comentar o comprender la manera en que formalmente la Argentina se presenta ante el mundo.
Son numerosos los jefes de Estado y grupos gobernantes que han hecho de su relación con el mundo una verdadera cantera de situaciones absurdas. Se puede mencionar, por ejemplo, al tiranuelo de Corea del Norte, o las expresiones del venezolano Nicolás Maduro cuando sostenía que un pequeño pájaro era en verdad una reencarnación de Hugo Chávez, para admitir que el ridículo tiene expresiones numerosas y que, en ese certamen, los argentinos no siempre ganamos.
Pero, desde otro punto de vista, no subestimar la importancia de las formas y del mundo con el que nos presentamos ante el mundo implica legitimar esa importancia, confiriéndole su verdadero valor. El modo en que el principal ciudadano de la Argentina aparece en el mundo, las maneras de las que se vale y -sobre todo- las palabras que usa para expresarse, no son folclore superficial ni alimento para la crónica de la farándula.
Durante décadas, se habló del presidente del país mencionándolo como primer mandatario. También solía llamárselo primer magistrado o incluso primer ciudadano. Es que, en verdad, quien dirige los destinos de un país con una concentración de poder tan fuerte como sucede en la Argentina, está investido de fuertes atribuciones y capacidades. Consecuentemente, pierde libertades, y lo que hace o dice, como se viste, el manejo de su agenda, su manera de comportarse, se convierten en situaciones públicas de las que es imposible liberarse. Es lo que corresponder. Aún cuando la palabra “republicano” se ha utilizado y se sigue usando de manera demasiado generosa, corresponde decir que lo republicano por antonomasia es una manera de ser que combina precisión, austeridad, respeto, mesura y prudencia.
Cuando este miércoles 18 de marzo veíamos a la presidente de la Argentina junto al presidente de la República Francesa (a la que ella llama “República de Francia”), François Hollande (a quien ella llama Hollandé), no podíamos menos que volver a experimentar una dosis nada pequeña de vergüenza ajena. Todo parece indicar que la presidente de la Argentina, encarnación y símbolo del país, tiene una alta idea de sí misma, al punto tal que le parece relevante contarle en público al jefe político de una de las naciones más importantes del planeta, que su hija es “cineasta”, aunque desconozcamos cuál es la ópera prima de Florencia Kirchner, la hija “cineasta” de la presidente, además de recordarle al presidente de Francia que ella es cinéfila, como si ese fuera un dato realmente relevante. Pero donde la vergüenza, el bochorno y el rubor de nuestras mejillas son imposibles de evitar es cuando, con la pretensión aldeana de impresionar con su cultura a Hollande, la presidente le dice que ella es seguidora de tres directores franceses: (François) Truffaut, (Jean-Luc) Godard, y… ¡Roger Vadim! Esto no merece ser llamado siquiera “cultura de Wikipedia”, una herramienta bastante más importante de lo que algunos presuponen. Esto fue solo un machete mal preparado y mal consumido, que le han acercado a último momento, pese a sus largas horas de inactividad y soledad en las costosas suites imperiales que ocupa en hoteles de diferentes capitales del mundo.
¿Por qué no debería uno ocuparse de esto? ¿Qué tiene de irrelevante, de frívolo y de superficial ocuparse de cómo habla y qué dice la presidente? Su manera de presentarse y “ser” en el mundo es la constatación palmaria de su manera de gobernar y su modo de conducir, una mezcla de improvisación, impacto, oportunismo y en algunos casos enervante ignorancia de los asuntos y de los temas.
La presidente de la Argentina habla de Ucrania y de Crimea como si fuese una gran protagonista del escenario internacional. Es la misma mujer que calificó de “hecho histórico” la firma del pacto con Irán, una de las vergüenzas más catastróficas de la diplomacia argentina de las últimas décadas. Desde París, donde es compasivamente recibida por los franceses, se planta como si fuera una estratega internacional de cuyo pensamiento todos están pendientes para saber qué hay que hacer con la Rusia de Putin (condenarla, sancionarla o tolerar la anexión de Crimea), cuando en la Argentina situaciones infinitamente más sencillas no han sido siquiera encaradas por el Gobierno.
¡Qué bueno sería que Cristina Kirchner, en lugar de hablar de la solución de los problemas de Ucrania, le indicara a la sociedad argentina cómo hacer para que la mayor provincia de nuestro país vuelva a tener clases, once días después de que las escuelas públicas siguen en estado de huelga en numerosas provincias! En cambio, confiesa sin pudor su ignorancia cinematográfica cuando pone a Vadim entre los grandes del cine francés, cuando, fue, en todo caso, un hombre al que todos envidiábamos por haber sido el maestro de Brigitte Bardot, y por las bellísimas mujeres que tuvo a largo de los años. No es un gran cineasta francés, en todo caso integra el pelotón de los cineastas menores, por debajo de Jean-Pierre Melville, Robert Bresson, Jacques Demy, por mencionar solo un puñado. Pero lo que le importa a ella es la apariencia, una puesta escena equivalente a revistas como Caras u Hola de los tiempos kirchneristas.
Por eso, es importante detenerse en este tipo de episodios, más allá de la maledicencia, el encono o la obstinación de hablar permanentemente de algo fácil de comentar. Es ella la que pronuncia esas palabras, la que no aprende a pronunciar y, sobre todo, quien se arroga alcances, proyecciones e intereses que dan vergüenza porque no le corresponden a la Argentina, un país que sostiene ser el legitimo soberano de las islas Malvinas, pero que -fronteras para adentro- no logra resolver elementales situaciones de necesidades sociales básicas insatisfechas.
Más allá de la farandulización y de esa vergüenza que siempre se siente cuando la escuchamos hablar en el mundo, he aquí otro episodio de insanable frivolidad en el manejo de las relaciones internacionales. Quienes pensamos que un presidente es el primer mandatario, creemos, con criterio republicano y profundamente democrático, lo consideramos el elegido para representar a todos, no la elegida para darnos cada vez un poco más de vergüenza.
(*) Emitido por Pepe Eliaschev en Radio Mitre.