En la Argentina hubo, hay y habrá migraciones. Es bueno que eso suceda. En todo el mundo, les sirve a los países y son positivas para los pueblos. No son, sin embargo, una cuestión de “solidaridad”. Deben ser manejadas en función de valores humanos, claro, pero considerando recursos reales disponibles y, sobre todo, las necesidades objetivas que se padecen en el mercado laboral y profesional. No obstante, aquí resulta imposible analizar hoy la inmigración sin ser rápidamente acusado de enemigo de la humanidad.
Cuba, caso caro al progresismo, envió millares de soldados al Africa, pero no les abrió las puertas a decenas de miles de trabajadores haitianos. En la Argentina se vive en este sentido una asombrosa distorsión: el fenómeno migratorio de sudamericanos se desenvuelve sin criterios legales ni soportes materiales sustentables.
Disfrazado de fraternidad y compasión, este vacío normativo es usufructuado por mafias, punteros y gangsters de oportunidad. La supuesta bonhomía hacia la Patria Grande, es un cínico aprovechamiento de la anomia para alimentar la fábrica de pobres. Esa inexistencia de políticas es una política. La política migratoria de la Argentina es de una laxitud penosa que encubre una vergonzosa estrategia para expoliar a los pobres de las naciones vecinas y, de paso, seguir empeorando el nivel de vida de los aquí nacidos.
En este sentido, es enorme la responsabilidad de las turbias empresas que explotan el trabajo de indocumentados, a quienes les imponen regímenes laborales de precariedad y expoliación. ¿Qué es más progresista, dejarlos entrar a todos sin filtro para convertirlos aquí en mano de obra barata de un sistema semi-esclavista, o aplicar criterios inmigratorios que ciudadanicen extranjeros, radicando con seriedad sólo a los que se pueda absorber, pero garantizando sus plenos derechos humanos y sociales?
Prevalece en la Argentina la asombrosa noción de que, en último análisis, este país puede suministrar de manera permanente servicios (salud, educación, transporte) y bienes (vivienda) a todos los que los exijan. Se la considera una garantía natural, sin presupuestar recursos necesarios, costos o incluso posibilidades reales de cubrirlos. Inocencia falsa: este seudo garantismo aparentemente necio maquilla cínicamente una gélida decisión de sacar partido de la miseria ajena.
La macrocefalia patológica del área metropolitana se convierte en expeditivo fatalismo: como Dios atiende en Buenos Aires, la abrumadora mayoría de los inmigrantes pobres trata de situarse en la Capital, promovidos por una inescrupulosa política que estimula adrede la saturación demográfica de la Ciudad.
El Gobierno nacional quiere modificar el mundo porteño mediante recomposiciones sociales manipuladas para hacer de esta ciudad un espacio homologable al Gran Buenos Aires. Es una especie de racismo al revés, perpetrado desde un poder que se presenta como progresista y cuyo proyecto ideológico es favorecer, por omisión o deliberadamente, una recomposición socio-cultural del espacio urbano capitalino.
Estas furias aparentemente urbanísticas prosperan ante la peculiar tolerancia oficial por el desorden, justificada en razonamientos aparentemente principistas, o planteando que como la violación o el menoscabo de la ley sólo dejan la alternativa de una confrontación violenta, hay que optar entre dejarlos o matarlos.
Claro está: no hay que matar a nadie, pero… ¿dejarlos? El Parque Indoamericano de Villa Soldati es un matorral indigno (responsabilidad inexcusable del Gobierno de la Ciudad), pero ¿puede el Estado convalidar en silencio la intrusión y ocupación de bienes públicos o privados, basado en entelequias “sociales” discrecionalmente administradas?
A partir del asesinato de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en junio de 2002, los gobiernos justicialistas vienen justificándose: nada puede impedirse desde esos crímenes a sangre fría, porque evitar cortes y ocupaciones implica derramamiento de sangre. Además de mentira sin sustento, es una profecía absurdamente autocumplida. Ahora mismo, en el Brasil de Lula, en el Ecuador de Correa y en la Bolivia de Morales, las Fuerzas Armadas participan activamente del combate a la criminalidad en sus diversas facetas.
La concentración casi excluyente de las demandas sociales succionando a esa ubre infinita que es la Ciudad de Buenos Aires no resiste ninguna racionalidad. Salud y educación son derechos sociales legítimos, pero son los abismales bolsones de pobreza del Gran Buenos Aires los que encuentran en la Capital Federal caja de resonancia y recursos adecuados. Es la meta predilecta. Recauda mucho y bien, pero confronta demandas que duplican lo generado por la base contributiva local.
Estas exigencias son variadas, fuertes y perentorias. Ya desde los gobiernos de Ibarra y Telerman, la ciudad viene entregando dinero a personas que sólo aceptan retirarse de propiedades o espacios públicos a cambio de resarcimientos. Como la afectada es la Ciudad, las autoridades nacionales se sienten libres de imputar responsabilidad al distrito porteño, como si José C. Paz o Aldo Bonzi fuesen, en cambio, la versión argentina de Oslo o Hamburgo.
La Ciudad ha sido estigmatizada como impiadosa, egoísta y poblada de millonarios. Se potencia el mito de que aquí se puede todo y que si la Argentina es rica por definición, en Buenos Aires “hay mucha plata” y –encima– “la levantan con pala”.
Pero si el pintoresco juez porteño Roberto Gallardo “ordenó” asistir a las familias que ocuparon el predio como condición previa a la resolución del conflicto, y encima “obliga” a dar viviendas a personas que se han instalado en esos espacios, a la defensora del Pueblo, Alicia Pierini, le pareció evidente que “el 70% de las personas que viven en las villas son de países limítrofes”. Por eso, dijo, “no se les puede exigir a los porteños otorgar viviendas a todos los que vienen”.
Estas tormentas anticipatorias del verano arreciarán si en la Argentina un populismo descabellado y arcaico sigue su curso.