Si bien es cierto que no hay ningún axioma de gobernabilidad que diga que el peronismo, siempre igual y diferente a sí mismo debe ser quien conduzca la cuestión pública argentina, hay también una resignación frecuentemente exteriorizada respecto a que la cuestión del poder se resuelve en los tradicionales hangares del peronismo. Como contrapartida, siempre encontramos un temor persistente a los excedentes culturales que vayan más allá de lo que llamaríamos la línea del horizonte del peronismo. El kirchnerismo es un excedente cultural del peronismo, una suerte de impensada plusvalía o de impromptus, que llegó al margen de los modelos establecidos de arribo al poder. Fue igual a un vértigo de vacío que contó con un político movedizo e imaginativo, capaz de pensar en política no con la idea de tener todas las fichas en la mano, sino pensarla con una cuota de insustentabilidad. La apuesta flotando en el aire, elegir no sobre certezas cerradas en sí mismas, sino sobre posibilidades siempre agrietadas. La persona que dio nombre a esa actitud, Néstor Kirchner, fue un político esencialmente no conspirativo, aunque amigo de empujar diversas situaciones a la vez, en una simultaneidad que abría súbitamente un ramillete de fisuras. El mismo había emergido de una de ellas, por eso no atendía demasiado a las abundantes recomendaciones iniciales: “no abrir muchos frentes a la vez”. Esa prudencia sabia eran los recuerdos napoleónicos que operan en la intimidad de cualquier política nacional. Pero la fisura, no el círculo es lo que conviene mentar aquí. Es decir, una figura asociada a una falla, un rasguido. Lo que tantas veces se señaló como propio de la “audacia” del kirchnerismo. Los movimientos que salen de una fisura fortalecen la democracia. Salen de una suerte de estrato prepolítico de la historia y luego se tornan esenciales para las formas jurídicas, la democracia viva y un republicanismo involuntario, cuya fuerza tácita es mayor que las de los circulares programas de custodia institucional. Desde la fisura se cuidan más las lógicas públicas e institucionales, que desde el círculo. El círculo las hace instrumento, la fisura es la institucionalidad en su forma histórica verdadera y frágil.
No parece que la idea de un círculo de adhesiones implícitas, que se fueran amasando en el sigilo, en los banquetes, casamientos y fortuitos encuentros en sets de televisión, lo atrajeran demasiado. Al principio intentó un círculo, que no era secreto y evidenciaba la lógica habitual de las reuniones que un político convoca cuando pretende algo mayor. Ensayó nombres. “Calafate”. “Transversalidad”. Geografía y geometría como invitación a un llamado. Auscultaba en realidad una fisura, un momento de la sociedad donde emergería algo que anunciaba y a la vez no se podía abrigar en los lazos de sociabilidad, lazos preexistentes desgajados de sus expectativas normales. La fisura corresponde a un movimiento de desembarazarse de los hábitos políticos anteriores, que incluían el cenáculo, el ateneo, el curso habitual de la política que va elevándose rutinariamente en sus posiciones progresivas y previsibles. Fisura en su propia conciencia, por tanto, que incluía –si apelamos a una figura marechaliana– despojarse de sus antiguas peladuras, cortezas o cáscaras. Salir por un rajadura de su propio cuerpo hacia otro cuerpo, que era el suyo propio, pero nuevo para él mismo. La novedad atrajo, al punto que encontró la escafandra del Eternauta. Si pudo introducirse en ella, ello fue parte de la hendidura o el vacío de ese famoso traje bosquejado por los dibujantes de ese gran historietista desaparecido.
El actual proceso de demolición de su figura –actos que siguen en curso– se basa en arrojar dudas a partir de sus vocaciones empresariales, su gusto por las actividades mercantiles, donde el dinero era también una fisura donde al fin escapaba el fluido de la política. Kirchner fue una política fuera del círculo, fuera de la permanente conspiración objetiva que siempre está en estado circular. Es decir, la que se realiza más allá de la voluntad de sus clases dominantes, nada más que porque lo son. Y su principal tarea es percibirse como tal, restaurar su genealogía, autoproducirse como fuerza que cierra sobre sí mismo todos los utensilios de poder. El círculo, cualquiera sea el color que tenga, pero el rojo significa premura, nerviosismo, da una idea efectiva, un tanto etérea, pero efectiva de la memoria conspirativa, siempre vigente aun en la época de la globalización de las imágenes. Es el proceso de reidentificación de los dueños del poder, su acción retornista, con acciones que han tomado ahora nuevo vuelo.
Es muy fácil imaginar a Kirchner, antes de declararlo un mero empresario afortunado y poco amigo de los procedimientos establecidos, que fue un militante con las ambiciones específicas de un militante. Hacer un curso habitual en la vida política marginal y luego el gran salto. Allí lució su imaginación abierta, lo contrario al círculo de intereses cerrados, empresariales y políticos, que sin hablar ninguna palabra comprometedora, están siempre en la conjura. No, Kirchner habló mucho con todos, entrecruzó infinitas llamadas telefónicas, hizo apelaciones por doquier en ese tono un tanto angustioso que se recuerda bien. Tenía un círculo íntimo, obvio, pero la diferencia es que no era un círculo cerrado. Lógicamente, había íntimos, su esposa, los de la primera hora, los de la mesa jugadores de cartas en el lejano sur, donde no hay misterio. Se habla de todo, y porque en esa rueda –no círculo– se habla de todo, hay condescendencia de la política para hablar de negocios. ¿No lo sabemos? Lo político es un raro ejercicio de una voluntad que tropieza muchas veces con reclamos para ejercer su extraña condescendencia. Política quebradiza, apostadora, fisurada.
Al poder central del país Kirchner lo concibió con desenfado; hizo y deshizo alianzas, vio la realidad como lo contrario de un círculo y tuvo desparpajos inesperados. Con presidentes poderosos, monopolios periodísticos, grandes propietarios. La imagen de diversos fisuras que se superponen en ondulaciones que se confunden entre sí, intentando potenciarse, es la imagen que corresponde a la presencia de Kirchner en la política argentina. Kirchner vio los pasados años de política armada con escepticismo y luego los asumió conmemorativamente. Como político desarmado tenía la experiencia del fracaso de las armas, que no había empuñado. Por eso, para hablar seriamente, no propuso innecesarias leyendas, sino las leyendas que son necesarias cuando fortalecen las expectativas de la vida real.
La proposición del círculo de entendimientos “candentes” es la mayor proposición política que hizo Macri, en relación a cuáles serían sus procedimientos, su ideología, el impreciso antecedente que acata. La palabra “círculo” ayuda un poco a saber algo más de todo esto. En tanto los movimientos no circulares son historicistas (cualquiera sean sus virtudes o sus defectos) el círculo, al contrario, es la figura imaginaria de una detención de la historia. Representa el sueño de un acuerdo entre elites empresariales y políticas, y un llamado a la aristocracia del orden y del dinero para que cierren el flujo social con un eterno retorno. Es la de la nostalgia conservadora del poder con dueños específicos y nítidos, salvo cuando establecen acuerdos en mesas fantasmales, en no-lugares que apenas traslucen guiños y sobreentendidos. Doy una opinión, que al invitárseme a hacer esta nota, estoy obligado. Los que rechazamos las circunvoluciones misteriosas del dominador necio, que habla por la añoranza del círculo –los señores de la tabla redonda que como cosa a un tiempo nobiliaria y vulgar se turnaron en gobernar el país–, seguimos siendo los que siempre sacan su fuerza de las inadvertidas roturas, las inopinadas rajaduras que de repente permiten que nuevamente el flujo se disemine, nuevos excedentes vengan a la luz.
*Director de la Biblioteca Nacional.