Como sé que mientras espere la valija voy a perder el último tren que parte a mi destino, decido desde antes de viajar que es mejor pasar la noche en uno de esos hoteles de aeropuerto, esa expresión arquitectónica del no lugar que merece alguna reflexión más densa y acabada.
Suelen ser hoteles en lugares poco amables, sin vistas, salvo por los otros hoteles similares puestos enfrente o sitios en construcción para idénticos destinos venideros. He aquí la clave de esta arquitectura: nadie piensa pasar allí más de una noche. Lo mismo da cómo se llame: son cuchas humanas donde lo único que importa es caer rendido y desayunar bien a cualquier hora.
Estos no lugares se superan año a año en ideas y en morfologías. Mi habitación es –lógicamente– de un metro ochenta por tres metros y en ella entran una cama gigantesca que ocupa la mitad del universo, un baño que es una cabina de plástico con apariencia de nave espacial y un lavatorio que queda, por así decir, en el pasillo. La recepción es cibernética: cada pasajero debe entrar sus datos en una mesa redonda de computadoras divertidas, elegir en qué piso querrá tener la cucha, con qué orientación prefiere la ventana (ninguna mira a ningún lado interesante), pagar el copioso desayuno la noche previa y generar una tarjeta magnética que permite entrar al aposento. Allí dentro, un iPad gobierna cada una de las funciones del lugar, desde abrir y cerrar la persiana impenetrable hasta cambiar el color de las luces del baño coruscante, según una paleta infinita que gobierna un círculo cromático completo en la tableta. El despertador, en la tableta. El televisor, la misma cosa. Es evidente: mi abuela no podría ni soñar con registrarse en este hotel, pero ellos lo saben. Saben que no tengo abuela, y que si la tuviera no viajaría en este plan.
Pero lo más asombroso es que los objetos del hotel vienen adosados de literatura momentánea, de meros tuits, de ingenio con jet-lag: los almohadones tienen frases juguetonas, la bolsa del secador de pelo dice “Shh, aquí se esconde el secador”, la tarjeta de no molestar reza: “No entrar, que adentro hay alguien desnudo”.
Caigo inconsciente en la descomunal cama. Mañana creeré que he soñado este hotel infantil lleno de frases, que, pese a ser amable y pasajero, nos habla con tuits y ya no con recepcionistas, botones y mucamas. El tuiteo reemplaza al trato humano. Su botín final, ya lo sabemos, no es la humanidad sino la literatura toda ella.