Desde la conquista a la independencia, los africanos y sus descendientes fueron parte sustancial en el proceso de crecimiento de la sociedad americana. El contrabando y el tráfico legal permitieron el desembarco de miles de esclavos en el puerto de Buenos Aires. Desde allí se nutrió de mano de obra a las estancias rioplatenses, el artesanado de las ciudades, los obrajes madereros, las huertas y viñedos, las minas de Chile y el Alto Perú. Hombres y mujeres negros sirvieron tanto en casas de familias como en instituciones civiles o militares.
Las leyes españolas les permitieron el acceso a la justicia y a la libertad pero, en una sociedad estamental como la de entonces, su pertenencia racial les vedó una integración igualitaria.
La problemática de la esclavitud no concluyó cuando los territorios que componían el Virreinato del Río de la Plata se proclamaron independientes de la corona española. Lo mismo que en el resto de América.
Iniciado el proceso independentista, la mirada de la sociedad respecto del afro argentino no varió. La libertad política no trajo aparejada la de los esclavos. Esta tensión entre lo ideológico y lo económico llevó a que los cambios en la condición jurídica de los afro argentinos esclavos en los primeros años posteriores a la revolución fueran parciales. Las leyes de Prohibición del Tráfico(1812) y de Libertad de Vientres (1813) junto a las de Patronato o de Rescate para el Ejército (1813-1827) conformaron el corpus legal que llevó a la supresión gradual de la esclavitud en el ámbito rioplatense, pero que en modo alguno la suprimió.
La consecuencia de esto fue el crecimiento de una masa de población “liberta” que, ni libre ni esclava, hubo de esperar largas décadas para equiparar su condición jurídica a la de la población blanca y libre. Aunque en rigor de verdad, tampoco los libertos fueron un fenómeno revolucionario, ya que al momento de la instalación de la Primera Junta la población libre superaba a la de los esclavos en Buenos Aires. En esos momentos de cambios políticos, donde además de construirse un nuevo modelo de Estado había que definir a la ciudadanía que le diera sustento, la presencia africana resultó un problema a la hora de enunciar derechos y obligaciones.
El sostenimiento de una institución que reñía con las ideas libertarias que habían guiado al primer gobierno independiente tropezaba con dos líneas de pensamiento: la que se manifestaba a favor de las libertades individuales sin distinción de color ni estatus jurídico previo y aquella que defendía el derecho de propiedad que la posesión de esclavos implicaba.
El concepto de ciudadano que pretendía tener un sentido igualitario, se asemejaba bastante al del “vecino” de la legislación indiana: lo era sólo aquel que residía, o sea, que tuviera “casa poblada”, fuera cabeza de familia y además, libre. Entonces, mientras se trabajaba en la construcción de un Estado nacional, basado en una hipotética “libertad e igualdad”, los africanos y sus descendientes se enfrentaron a un acceso restringido a la ciudadanía.
En mayo de 1853, los gobernadores de la Confederación Argentina, a excepción de Buenos Aires, aprobaron la Constitución, que en su artículo 15 expresaba que en la Confederación Argentina no hay esclavos. Los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución. Aquí, una fórmula contradictoria: en primer lugar se niega la existencia de esclavos dentro del territorio argentino, para inmediatamente después aceptar la presencia de algunos pocos. Cuando Buenos Aires aprueba finalmente la Carta Magna en 1860 se reafirma la ilegalidad de la esclavitud, realidad jurídica que aún estaba en vigencia aunque ya había pasado medio siglo desde la Revolución.
Dentro de este panorama no debe extrañarnos que a los africanos y sus descendientes, les haya sido aun más duro el acceder a los derechos del ciudadano pleno.
*Historiadora especializada en esclavitud
en el Río de la Plata.