La serie británica Being Human (2008) narra las aventuras de George (Russell Tovey), Annie (Lenora Crichlow) y Mitchell (Aidan Turner), dos chicos y una chica que viven juntos en una casita de Bristol y tienen aventuras y problemas: Annie es una fantasma, Mitchell es un vampiro y George un hombre lobo. Ninguno de ellos está conforme con su “naturaleza” y pretenden integrarse a una “humanidad” que, día a día (y noche a noche), se les escapa entre los dedos.
La serie parte de una premisa odiosa y de moda y, por eso mismo, interesante para ser analizada. No sé en qué momento se impuso la moda de presentar vampiros que no quieren chupar sangre (y que pueden, incluso, mostrarse a la luz del sol), pero la idea, que molesta hasta la sublevación en Vampire Diaries o en True Blood, en Being Human se vuelve simpática.
No se trata, en este caso, sólo de una renuncia (una ascesis) en pos de una integración en el Estado Universal Homogéneo (y sus comportamientos pequeñoburgueses asociados: la sociabilidad vecinal, el cortejo, las relaciones laborales, el hastío), sino de la posibilidad misma de hacer comunidad a partir de la constatación de que todos (todos los pueblos y hombres de la Tierra) se han descubierto en situación de resto. Los tres protagonistas son restos de una humanidad ya desfalleciente, pero también restos de estirpes monstruosas: están fuera de la clase (social, naturalmente) al mismo tiempo que fuera del género y de la genealogía.
Son convocados por los de “su propia especie”, pero ellos prefieren esa comunidad precaria de los que no se identifican entre sí: Mitchell rechaza las correrías con los demás vampiros, los delirios megalómanos de conquista planetaria de esos hijos pequebú de Nosferatu, pero además toda responsabilidad sobre el futuro de aquellos a quienes él mismo ha contagiado su ansia (“lo hecho, hecho está”). Annie, todavía enamorada de su novio vivo, quiere ser su esposa ultraterrena y rechaza la compañía de los fantasmas ochentosos que le pasan música que ella no entiende y le leen fragmentos de Nietzsche. George, el hombre lobo, se subleva contra su propia licantropía y se resiste a formar manada con sus semejantes (tal vez, porque en el fondo, no hay posibilidad de semejanza). Es como si los tres, refugiados en una casita pueblerina de la guerra civil en curso que a su alrededor no deja de expresarse, dijeran que la comunidad no es nada más allá de las relaciones singulares, no es nunca comunidad de los que están ahí, sino también (y sobre todo) comunidad de los ausentes.
Las lecciones de Being Human son varias: somos exteriores respecto de los universales y también de los círculos identitarios, y la “clase media” (ese invento de las perspectivas poshistoricistas) no es una caverna que se habita con comodidad, sino el llamado de una no pertinencia (una impertinencia). Más allá de la humanidad y más allá de la identidad, los monstruos de la serie son una resistencia pura, lo irreparable. El ser (la participación de la clase) es menos importante que el así. No Human Being, exactamente lo contrario.