A mediados de los 80 comencé a trabajar como repositor en un mercadito barrial (con el tiempo hice carrera, y ahora me ocupo de la sección saldos de las grandes editoriales multinacionales, en un poderoso supermercado de la calle Tronador) y por eso, por falta de tiempo, no asistí a ninguno de los lugares que solían frecuentar mis amigos, como la carrera de Letras. Para recuperar el tiempo perdido, compré, leí de un tirón, y con sumo placer, Clases 1985. Algunos problemas de teoría literaria, de Josefina Ludmer, con edición y prólogo a cargo de Annick Louis, recientemente publicado por Paidós. El libro contiene frases de gran actualidad (“Una de las estrategias fundamentales de dominación en la sociedad consiste en quitarles a los grupos sumergidos el lenguaje necesario para expresar su situación”), y verdaderos pasos de comedia, como cuando Ludmer, en medio de una clase en la que va y viene por Lacan, señala: “Por ejemplo, ¿quién salió jefe del Automóvil Club? Carman. Está determinado por su nombre para ser presidente del Automóvil Club”. Y luego una alumna agrega: “Carman era hijo de Carman, que también dirigió el Automóvil Club”, ante lo que Ludmer responde: “Ahí está el nombre del padre”.
Pero más allá de la anécdota, y de marcar un momento central en la biografía intelectual de Ludmer (las clases de 1985 anteceden en apenas tres años a El género gauchesco: un tratado sobre la patria, seguramente el único libro clave en su obra), la transcripción de las clases permite ver la pretensión modernizadora de la carrera de Letras de esos años, marcada, como informa Louis en el prólogo, por la intención (del seminario de Ludmer) de “imponer la teoría literaria como materia y disciplina, que existe en pocas instituciones en el mundo y que hoy es una de las características específicas de la formación en Letras argentina”. La influencia de la carrera de Letras en los 80 y 90, más allá del claustro, sobre los suplementos culturales de los diarios, las editoriales y el mercado intelectual ha sido de una intensidad y productividad pocas veces vista.
Yo, que en aquellos años de juventud a veces me acercaba a ese mundo (en la crítica frontal al populismo de mercado a lo Soriano y compañía), pero que sobre todo me alejaba, enfrascado en una discusión –que tal vez todavía me acompaña– que oponía la anarquista erudición personal –hecha de lecturas de bibliotecas enteras y de excursiones a librerías de viejo– a la aplicación escolar de saberes pasteurizados, que llegaban a estas playas bajo estricto orden alfabético (Articulación/Benjamin/Campo intelectual/Desterritorialización/etc., etc.) yo, digo, a veces extraño esa época. Los tiempos en que los suplementos culturales estaban dirigidos por integrantes de esas cátedras y no por periodistas profesionales cortados por la misma tijera; extraño la época en que si se publicaba en un suplemento no se podía publicar en otro, porque había insalvables clivajes estéticos entre ellos (qué diferencia hoy un suplemento cultural de otro, salvo la capacidad para convertir profundas discusiones intelectuales en tibias rencillas personales: hace 18 años que Radar Libros no se ocupa de ningún libro mío. ¡Preparo gran fiesta para los 20!). Las clases del 85 de Ludmer dan también testimonio del modo en que los libros circulaban en esa época. Volveré sobre eso la semana próxima.