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afectos

Claudia y Diego

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¿Quién podía dejar de conmoverse cuando Dalma Nerea, un poco con ternura y un poco con resignación, salía a decir que Diego, su papá, seguía enamorado de Claudia, su mamá? Nadie que crea o haya creído alguna vez en el amor. Porque nunca nos conmueve más el amor que cuando se manifiesta así, como sobreviviente; cuando alguien se asoma y avisa asombrado que, bajo los escombros, de manera increíble, hay un amor que sigue ahí y todavía respira. Porque existen muchas pruebas de amor, y ésa es una: el pese a todo (y en ese todo, un a pesar de sí: a pesar del propio enamorado).

Dalma salía y decía así: que Diego seguía enamorado de Claudia. Como sabiendo que hay ciertos amores, los que se hacen plenos en la plena juventud, cuando se cuenta con todo el futuro y todo entonces está por hacerse y está por llegar, que nunca van a desvanecerse por completo. Lo decía serena, reposada, aplomada, lo cual era una especie de milagro también, porque si hay algo que no se estila ni abunda en la vida que le tocó vivir es la serenidad, lo reposado, el aplomo (Gianinna Dinorah puede por caso lucir contenida, pero no serena; y Claudia, por su parte, puede llegar a lucir impertérrita, pero no reposada).

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Dalma salía y decía así, a pesar de que la separación conyugal de sus padres era un hecho consumado y por demás irreversible; a pesar de que ya había que valerse de un ábaco para llevar la contabilidad de los hermanos y hermanas surgidos de imprevisto aquí o allá; cuando en los programas de interés general de los medios de comunicación aparecían mujeres rabiosas tironeando de Diego (de un brazo, Vero; del otro, Rocío; y Diego, mientras tanto, algo abstraído, con el aire ligeramente ausente del que oye desde lejos un asunto que no es seguro que tenga que ver con él).

Pues bien. Ahora, como es de público conocimiento, Diego y Claudia se han peleado (y peleado de la manera más salvaje, la más brutal, la más feroz, esto es, con abogados de por medio). Por plata, sí, por plata, ¿y qué? Es un clásico, al fin de cuentas. La pelea final, o la batalla final, casi siempre termina siendo por plata (cada cual tendrá su rango: están los que se pelean por ochocientos, están los que se pelean por ocho mil, están los que se pelean por ochenta mil; ellos, que para eso son millonarios, pelean por ochenta millones). No obstante, ¿qué importa en todo esto la plata, o qué nos importa a nosotros, que no vamos en nada en el pleito? Es en Dalma Nerea en quien pienso. En el amor inmortal que se muere.

Hay una Argentina que venera a Diego Armando Maradona; tiende a ser incondicional, fanática, idolátrica. Y hay una Argentina que lo defenestra; tiende a ser racista, resentida, discriminatoria. Suele decirse que Maradona deshizo, fuera de las canchas, lo que había logrado hacer dentro de ellas; yo entiendo, en cambio, pensando en el penal contra Rosario Central o en la pelea con Abel Moralejo en 1981, en la patada contra Batista en 1982, en el penal contra Yugoslavia en 1990 o en los cuatro penales consecutivos en 1996, que ese mecanismo tan visible de hacer y deshacer, hacerse y deshacerse, construir y disolver, reunir y despilfarrar, funcionó dentro de las canchas también, y no ya en una escisión entre un adentro y un afuera.

La épica nacional de Maradona no se urdió solamente en el Mundial de México 86, en la gloria y en la victoria. Se urdió también en el Mundial de Italia 90, en la rabia estremecedora de la derrota (si Messi no alcanzó esa dimensión, no es sólo por lo que no ganó, sino por lo que logró o no logró transmitir cuando perdió). Y se urdió también en el Mundial 94, bajo la forma de la inmolación o la autoinmolación, cuando a la metáfora inolvidable de la mano (de Dios) vino a agregarse la metáfora inolvidable de las piernas (cortadas).

Todos precisamos estar un poco solos al menos algunas veces. Todos precisamos confiar al menos en una persona. Me cuesta imaginar la vida de alguien que no puede nunca, jamás, estar solo. Y que no puede confiar, a la larga, nunca, en nadie. Me cuesta y me aflige, me inspira un afecto tan raro que excede la idolatría. Si pudiese hacer algo, lo haría. Como no puedo, escribo.