Es la segunda vez que pongo algo a cocinar sobre las brasas fuera de Argentina. La primera vez había sido en París, en casa de un pintor que conseguía cortes correctos, pero que no tenía parrilla. Tuve que usar, como reemplazo, una de esas rejillas limpia pies de metal, que tomamos prestada de la casa de un vecino. Fue todo un éxito.
Esta segunda vez fue el domingo pasado, en Roma, para festejar el cumpleaños de un amigo. Tenían un equipo parrillero de esos que se compran en las tiendas para el hogar (parrilla redonda con rueditas y tapa) pero, ay, no había carne así que tuvimos que contentarnos con chorizos de Reggio Calabria (riquísimos, por cierto).
Quien se encargó de la compra fue la madre calabresa del homenajeado, que tenía sus propias ideas sobre la parrilla (y yo, que para algo tengo la mía, no iba a pelearme con la madre de mi amigo). Había hervido previamente los chorizos y se emperró en que debía cortarlos al medio antes de la cocción para que se hicieran más rápido. Inútiles fueron mis rogativas de que de ese modo perderían la grasa más rápidamente (ella contraargumentaba que los chorizos ya estaban desgrasados, que no contradecía mi argumento sino que lo reforzaba).
Debo decir que, pese a la tensión acumulada, los choripanes salieron bien y se los comieron en un abrir y cerrar de ojos. Por supuesto, estaba dispuesta una batería de contorni (cebollas caramelizadas, peperoncini asados, alcachofas al horno) que metían dentro del pan ignorando las más elementales tradiciones culinarias (en mi casa el choripán no lleva ni siquiera chimichurri).
Como estaba preparando mis clases sobre “criollismo urbano” de la década del veinte, deploré semejante mescolanza (sabiendo, de todos modos, que en la pureza anida el fascismo). Pedí, no obstante, un aplauso para el asador (porque en Roma sabrán organizar un funeral papal, pero de asados, niente) y recordé el veredicto de Jorge Borges: “Hacia el Maldonado raleaba el malevaje nativo y lo sustituía el calabrés, gente con quien nadie quería meterse, por la peligrosa buena memoria de su rencor, por sus puñaladas traicioneras a largo plazo”.
Después llegó el turno del budín de pan, que también yo había preparado, el mismo que Ricardo Piglia solía comer en casa, pero esta vez hecho con huevos de gallinas libres numerados a mano. Acompañado de una grappa, fue el final feliz que todos esperaban y que justificó el puñado de euros que me gané por el servicio prestado, apenas una mitigación para mi estado de migrante muerto de hambre.