El 17 de diciembre murió Marcelo Cohen, a quien conocí en la temprana adolescencia, antes de que fuera escritor. Los dos nacimos en 1951 y en un tiempo nos relacionamos a través del fútbol. Desde que teníamos unos doce años, nos encontrábamos tres veces por semana en la sede de la calle Reconquista de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Allí jugábamos al fútbol 5 después de hacer gimnasia y antes de nadar en la pileta. Lo importante para nosotros era la pelota y teníamos un equipo que jugaba contra el de los instructores y, a veces, les ganábamos. En nuestro equipo jugaba también Oscar Muiño, que después fue periodista y, entre otras cosas, le hizo una pregunta muy peligrosa a Videla. Los domingos, con Cohen y otro compañero de apellido Dubinsky íbamos a la cancha a ver a River. También jugué contra Cohen en el colegio, aunque en equipos contrarios, porque íbamos a años distintos. Yo era bastante malo para el fútbol, Cohen era más o menos, el que jugaba bien era Muiño y Dubinsky usaba una gorrita que se sacaba para cabecear. Me acuerdo que Cohen jugaba también al tenis en el Club San Fernando, donde seguramente también remaba. Además éramos casi vecinos. Yo vivía en Esmeralda y Córdoba, él en Córdoba y Paraná.
El colegio que compartíamos era el Nacional de Buenos Aires, al que en un autorretrato que se puede encontrar en la web describe como "un vetusto colegio secundario de mi ciudad donde aún enseñaban bien el latín". "Vetusto" es una palabra rara para describir al CNBA, tal vez lo lógico hubiera sido "antiguo", pero era típico del Cohen escritor usar palabras que le permitían esquivar otras. Un día, habrá sido hacia 1965, se reunió conmigo para informarme que no seguiría yendo a la cancha, porque su intención era hacer cosas más importantes: pensaba cambiar el deporte por la militancia política y también me habló de sus aficiones literarias,. Ese día me prestó una raqueta de tenis que nunca le devolví.
No supe nada de él hasta veinte años más tarde, cuando entré en una librería de la calle Florida y compré una novela llamada El país de la dama eléctrica porque el título sonaba a Jimi Hendrix. El autor era un tal Marcelo Cohen y, aunque no había nada en el libro que aludiera a nuestro común pasado, me pareció que era obra del adolescente que yo había conocido. Efectivamente era él, pero convertido en otro, el talentoso autor de ficciones y ensayos, el infatigable traductor del que hablan sus obituarios. El Cohen que yo conocía se había ido a otra parte en más de un sentido. Vivió veinte años en Barcelona y Otra parte sería el título de la revista literaria que fundó con su mujer, Graciela Speranza, en 2003. En otra parte, en una geografía indefinida, transcurren sus novelas fantásticas, en las que los personajes tienen nombres que suelen ser raras modificaciones de los que se usan en esta parte.
Me lo crucé alguna vez en Buenos Aires, pero nunca hablamos de nuestra temprana adolescencia. En estos años padeció una grave diabetes que soportó con estoicismo, trabajando y acompañado por Graciela. Siempre quise contar la historia de cómo desapareció de la vida que yo le conocía para volver transformado. Lamento hacerlo al enterarme de su muerte, que suma una gran tristeza a la perplejidad que me produjo comprobar cómo había mutado.