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Un policía en apuros

Alejandro Gallo.
Alejandro Gallo. | Cedoc

Esta es la época en la que se suelen hacer las listas de los mejores libros del año, pero aquí voy a hablar del peor entre los que leí. Se llama Ase-sinato de un trotskista y es la primera de las doce novelas de Alejandro M. Gallo, un español de sesenta años que es “Doctor en Filosofía, Máster universitario en Filosofía Teórica y Práctica y licenciado en varias carreras universitarias”. No es necesario tener todos esos títulos para escribir libros malos, pero Gallo, además, tiene otro: es el comisario-jefe de la policía local de Gijón. No es el primer policía que escribe policiales. Tal vez el más prestigioso sea el americano Joseph Wambaugh y, por otra parte, en España hay una media docena. Lorenzo Silva, un escritor que ama a la Guardia Civil sin haber pertenecido a ella, dice que pasarse años en una comisaría es un buen entrenamiento para las letras, por la cantidad de informes que deben redactar semanalmente los agentes del orden. De todos modos, después de esta experiencia, recomiendo cuidarse de los literatos de uniforme. 

Se dice de Gallo que tiene el mérito de haber fundado un subgénero, la novela policial que toma en cuenta la memoria histórica. En general, creo que la memoria histórica no es memoria ni es historia, sino un discurso político destinado a crear una visión oficial para poder cambiar el nombre de las calles. Es decir, una operación inspirada en Stalin, cuando hacía aparecer y desaparecer a sus excamaradas de las fotos y los testimonios, un intento de fijar el pasado, de ponerlo al abrigo de la investigación histórica y al servicio de una ideología con la excusa de que sus adversarios negaron a las víctimas y silenciaron a los héroes. 

Pero ese sería el menor de los problemas de Gallo como escritor. No hay una línea en Asesinato de un trotskista que se escape del lugar común, que muestre alguna dosis de imaginación, de ingenio, de humor o de gracia. Es un bodoque ramplón que no llega a los estándares del cómic y que, a medida en que avanza, se va convirtiendo cada vez más en un panfleto. Héctor, el narrador, es un periodista que fue militar y policía. Cuenta cómo al entrar en la fuerza queda a las órdenes de Simón Martín, un viejo camarada de militancia de su padre en el sindicato, que terminará siendo su suegro. Martín es el héroe de la novela y no solo es un policía brillante, sino también un gran intelectual revolucionario, que se dedica a adoctrinar al chico (un caído del catre) en materia de política, epistemología y otras ciencias. Pero, además del jefe, a Héctor lo adoctrinan el padre, el tío y la novia, de modo que la novela va pasando de una parrafada a otra sin dejarle al lector una página para poder respirar. Y, como si esto fuera poco, no recuerdo una novela en la que el culpable del crimen sea tan fácil de descubrir. Gallo es muy torpe para sembrar pistas, aunque pueda aducir que lo suyo es descubrirlas. 

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Es raro eso de que un trotskista llegue a jefe de policía, aunque el fundador del movimiento no le hiciera asco a ese asunto de reprimir. Pero Martín sostiene (y me temo que su creador piensa lo mismo) que copar las instituciones desde arriba es el camino de los revolucionarios modernos, nada de andar deslomándose en la fábrica. Para haberlo visto todo, solo faltaría un anarquista ocupando ese cargo.