Frenando. La Presidenta, rodeada sólo de incondicionales, durante el mensaje del martes en el que se presentó el informe “Papel Prensa. La verdad”. |
Los 75 minutos de cadena nacional a la hora de los noticieros de la noche, las decenas de kilogramos de pilas de carpetas exhibidas en el estrado, la teatralidad de la escena y la cantidad de autoridades reunidas en el solemne acto donde la Presidenta se dedicó a atacar a Clarín y La Nación por Papel Prensa lucieron desproporcionados con su remate, por lo menos para la virulencia que acostumbra el kirchnerismo.
Enviar un proyecto de ley al Congreso y una denuncia a la Justicia no coincidió con toda la excitación que el Gobierno acumuló; su vigoroso precalentamiento hacía imaginar una descarga que concluyera con la intervención de Papel Prensa por parte del Estado y la próxima detención de Héctor Magnetto dispuesta por algún juez empático.
Convergen varios motivos para explicar un eventual cambio de estrategia del Gobierno. La desastrosa recepción que tuvo la prohibición de Fibertel. La información de que Isidoro Graiver y otros miembros de esa familia contradecían la versión de Lidia Papaleo. En muchísima menor medida, el apoyo a Clarín de medios y periodistas normalmente críticos o distantes del Grupo que respondieron al comportamiento que bien explica la sociología al decir que “ante el ataque externo, los grupos se cohesionan” (y deponen transitoriamente sus diferencias). Y lo fundamental: que los empresarios, por primera vez, resistieron las presiones del Gobierno y decidieron no concurrir a la Casa Rosada en un gesto monolítico de vacío nunca antes visto. Si el capital, que es cobarde, se plantó, algún Rubicón se estaba cruzando.
Aunque silenciosa y tácitamente, estaba sucediendo algo similar a cuando se unieron todas las agrupaciones del campo en la Mesa de Enlace y hasta los miembros filo kirchneristas de cada sector sintieron que se debía poner un límite al Gobierno.
A metros de la Rosada. La fortuna, cuya diosa tiene los ojos vendados como la de la Justicia, quiso que en el mismo momento que Cristina Kirchner citara a los empresarios para su frustrado tiro de gracia a Clarín, en un cercano hotel de Puerto Madero la revista Fortuna tuviera que entregar su premio anual a las mejores y mayores empresas del año (ver hoy su cobertura en las páginas 22 y 23)).
La fecha del evento había sido elegida hace meses, cuando nada podía haber hecho imaginar que una revista de economía y negocios debería confrontar con el Poder Ejecutivo por la asistencia de empresarios. Y menos aún alguien hubiera podido imaginar, incluso pocos días antes de la entrega de los premios, que una revista juntaría más empresarios que la propia Presidenta.
Durante el kirchnerismo, los premios Fortuna atravesaron diferentes climas económicos. Hasta mediados del año 2006, los empresarios concurrían al evento sin paranoias. Después del aplastante triunfo electoral de Kirchner en sus primeras elecciones legislativas, con la posterior salida de Lavagna y la concentración de todo el poder político y económico en el entonces presidente, los empresarios comenzaron a venir al inicio del cóctel, saludaban y explicaban que no podían quedarse porque si salían fotografiados en un evento de Editorial Perfil sus empresas serían castigadas. Tras la derrota del Gobierno, primero en su enfrentamiento con el campo y luego en las urnas, las entregas de 2008 y 2009 tuvieron un creciente número de empresarios que abandonó la costumbre de saludar e irse, pero seguían pidiendo ser eximidos de la foto, para desembocar este año en la recuperación del “clima pre Lavagna”. Pascual Mastellone, con sus 80 años soportando de pie más de una hora para recibir el premio a La Serenísima, fue el símbolo de la entrega 2010.
A lo largo de la noche me tocó ir saludando a los veinte ganadores, la mayoría de ellos conductores de las principales empresas del país en cada sector. En varios de ellos había una expresión de tensión: temían que Papel Prensa tuviera un desenlace a lo Chávez y no entendían muy bien qué había pasado.
Pasó lo que Freud –para otros fines– denominó “pulsiones de meta inhibida”.