El Preámbulo de nuestra Constitución, entre las grandes metas que persigue, determina la de “afianzar la justicia”, la única de tipo institucional ubicada entre un abanico de objetivos que tienen que ver con la paz, el bienestar general, la libertad, la defensa. Creemos que el constituyente fue sumamente previsor al elegirla entre otras posibles de la misma naturaleza. Es evidente que observaba con preocupación la dificultad de construir un poder judicial independiente, a la luz de los antecedentes que ya arrastraba nuestro país desde la colonia. Así las cosas y transcurrido más de un siglo y medio, las dificultades continúan. Pareciera que no se tomara real conciencia de que la independencia de la Justicia es una de las columnas fundamentales del Estado de Derecho, sin la cual es imposible lograr su concreción. No olvidemos que este modelo de organización del poder aspira a anteponer el derecho a la voluntad de los gobernantes, creando instituciones, cuyos titulares son meros huéspedes en tanto deben acomodar sus decisiones y comportamientos a lo que establecen la Constitución y las leyes de la República. Pues bien para lograr tamañas metas es indispensable contar con jueces que a la idoneidad sumen la independencia de criterio. Cabe retener estas dos cualidades, ya que ambas son indispensables para ser un magistrado de la democracia. De lo contrario será imposible llevar a cabo una función que fundamentalmente tiene que ver con el control, en particular cuando de lo que se trata es de fiscalizar los actos que llevan a cabo los titulares de los poderes políticos del Estado –Ejecutivo y Legislativo–.
Nuestra historia institucional contiene un hito en materia de distorsión de la función de los jueces, nos referimos a la acordada de la Corte Suprema que en 1930 avaló el primer golpe de estado ocurrido en la Argentina. Un acontecimiento funesto cuyas consecuencias negativas las estamos pagando aún, y en todos los campos, pero en el institucional ha sido un verdadero atentado a la misma esencia del constitucionalismo. Los máximos jueces de la democracia, cuyo papel básico es la defensa de la Ley Fundamental y de las instituciones que de ella se derivan, a través de un abanico de argumentos falaces le dan el visto bueno a la más grosera ruptura de ese mismo orden institucional que habían jurado defender; pero para colmo se quedan sentados en sus “poltronas” como si nada hubiese sucedido, con la mirada cómplice de la gran mayoría de la sociedad, sin distinción de estamentos.
En realidad, detrás de este acto atroz, yace toda una cultura que se funda en la justificación de los actos del poder, como una suerte de necesidad frente a circunstancias excepcionales. Dicho con otras palabras, se debe hacer frente a una emergencia y en función de ello hay que ser pragmático y desprenderse de los límites que marca la Constitución para el ejercicio del poder. Poco importa que la supuesta emergencia haya sido creada al margen de la ley por sus mismos protagonistas, los jueces deberán arreglar el entuerto frente a la realidad de los hechos que no les dejaría resquicio alguno para hacer valer la fuerza del derecho, que es el que ellos deben defender. Semejante razonamiento destruye toda posibilidad de entender que una República es un edificio integrado por una serie de peldaños, definidos en una Constitución que es suprema. Ello así, la ruptura de alguno de esos contenidos, necesariamente llevará al derrumbe del edificio en su conjunto. El recurso a la idea de que se está frente a “formas” y que estas deben ceder frente a las necesidades del buen gobierno, que es otro de los latiguillos que se escucha hasta el cansancio en nuestras latitudes, en realidad es un fundamento cínico, que trata de negar –bajo la cubierta de un pretendido pragmatismo– la misma razón de ser de un orden constitucional. Este no es sino un conjunto de “formalidades” que componen un entramado en cuyo interior se asientan los postulados, contenidos y objetivos del Estado de Derecho.
Así las cosas, es muy poco lo que hemos avanzado en la superación de este perverso razonamiento. El titular del poder político entiende que los jueces deben ser dóciles, comprensivos, alineados con las necesidades de las metas políticas definidas en el programa de Gobierno del “príncipe”. Por supuesto que esta aspiración tiene matices, pero llega a su culminación cuando lo que se espera de quien controla es la seguridad de conseguir impunidad. El término es amplio y abarca tanto la no investigación de los hechos delictivos en los que pueden estar incursos quienes integran el Gobierno de turno, como hacer la “vista gorda” a la hora de verificar la existencia de los requisitos que dan validez a las candidaturas en el marco de un proceso electoral, hasta lograr que los actos de Gobierno que contradigan a la Constitución y demás normas superiores no sean cuestionados por los jueces.
Este estado de cosas es el producto de culpas concurrentes. En efecto, creemos que la sociedad poco hace para impedir que se termine con la impunidad o para manifestarse frente a actos de la autoridad que vulneran la independencia de la Justicia. En realidad ella actúa de manera cambiante. En la medida en que percibe al Gobierno con buenos ojos se considera que el control judicial constituye una forma de entorpecer su adecuado accionar, aparece la justificación a los exabruptos bajo el justificativo de las “formas” a que nos hemos referido. Esta idea se expresa de la siguiente manera: ¿Cómo es posible dificultar la concreción de los valiosos “contenidos” (medidas de Gobierno), que no se encuadran dentro del marco constitucional, a través de los “palos en la rueda” a que los somenten los “formalistas”, esto es tanto jueces, como comunidad académica, quienes en definitiva no entienden lo que “es gobernar” –argumento final con el que se remata una discusión–.
Desde el poder la justificación tiene que ver con la necesidad de ejercer la autoridad, confundiéndola con la razón de Estado, propia de sistemas autocráticos y no democráticos, en los que los límites en la construcción del poder, son la misma razón de ser del constitucionalismo, a fin de conseguir que el mismo sea “detenido” –recurriendo al lenguaje de Montesquieu–.
Frente a este estado de cosas, es necesario moldear a la Justicia, de modo que actúe de acuerdo a esas expectativas. Los caminos son varios, ora se recurre a la designación de “jueces amigos”, ora se presiona a quienes no lo son. Para ello, se construye un armazón que opere en ese sentido. A partir de la reforma del Consejo de la Magistratura la presión de esa institución sobre los magistrados ha sido incesante. Se manifestó respecto de los miembros de la Cámara de Casación Penal. Esta presión pende sobre jueces y fiscales en los casos que afectan seriamente la imagen del Gobierno, fundamentalmente delitos contra la administración pública, primero fueron los casos Skanska y Grecco, luego el “affaire Miceli” y el denominado valijagate junto a la eventual financiación de la campaña de la Presidenta con fondos provenientes de la industria farmacéutica, especialmente de empresarios comprometidos con el comercio ilegal de efedrina. En todos los casos resultan perceptibles la demora, la escasez de procesados, los cambios de jueces. Es decir una mecánica absolutamente reñida con la transparencia en el ejercicio de las funciones públicas. Varias de estas causas provocaron la renuncia indeclinable del fiscal de Investigaciones Administrativas Manuel Garrido, quien manifestó que en nuestro país resulta imposible combatir la corrupción ya que existiría desde la esferas oficiales una suerte de “máquina” encaminada a asegurar la impunidad de los funcionarios sospechados de haber cometido algún delito contra la administración pública.
Durante la crisis del campo los miembros del oficialismo en el Consejo han llegado a promover la iniciación de las actuaciones para remover al juez federal marplatense que declaró la inconstitucionalidad de la Resolución 125, luego de una denuncia presentada ante el Consejo por el titular del sindicato de empleados judiciales, aduciendo mal desempeño derivado del carácter político de su fallo. Este disparate que en circunstancias normales debería haber sido rechazado in limine por la Comisión de Acusación, sin embargo, mereció de parte de ésta la apertura de un sumario en aras de determinar la responsabilidad del juez, primer paso hacia la formación del respectivo jury de enjuiciamiento.
Estas situaciones se repiten en muchas provincias y permiten que los jueces se transformen en verdaderos rehenes del Consejo de la Magistratura con mayoría de miembros políticos. Situación que llevó al presidente de la Corte Suprema, doctor Ricardo Lorenzetti, a la necesidad de expresar su preocupación frente a la recurrencia de este tipo de hechos.
El proceso electoral en curso es pródigo en ejemplos de este tipo de procederes. Basta con señalar las decisiones del juez Manuel Blanco frente a las impugnaciones de candidaturas oficiales testimoniales, como así también el acoso del juez Federico Faggionatto Márquez al candidato De Narváez que ha dado lugar a que la diputada Diana Conti, integrante oficial de ese organismo, expresara que las 37 denuncias de juicio político que pesan sobre ese magistrado carecen de toda entidad.
Este cuadro tan desalentador torna muy difícil la actividad de los magistrados en la Argentina y ello produce serias dudas sobre la continuidad del proceso de consolidación de la democracia en nuestro país. Sólo una fuerte toma de conciencia de parte de la ciudadanía, acompañada de fuertes políticas de Estado, encaminadas a revertir una cuadro de situación tan desalentador, permitirán que las cosas se vayan revirtiendo lentamente. Ojalá que los argentinos estemos a la altura de la situación e impidamos que nuestra degradada institucionalidad se hunda definitivamente provocando el naufragio de la República.
*Profesor titular de Derecho Constitucional (UBA)