En lo estrictamente deportivo, ganar el Mundial es lo más fácil que hay. Basta con esperar que Francia no se consolide como una gran escuadra, que Alemania siga pinchándose de a poco, que en Holanda se lesione Robben después de esas carreras imparables y que Van Perseo o algo parecido se desnuque contra el travesaño tras una de sus palomitas, que a Suiza se le descomponga el mecanismo de relojería mientras que su delantero enano decide dejar de imitar a Messi, que la FIFA decida expulsar a Hannimal Suárez, y que por último Brasil, en un acto de generosidad mercosuresca, comprenda que el fútbol que la Copa no debe quedar siempre en casa (ya lo hicieron en el Mundial de Francia, cuando descompusieron a Ronaldo en la final y se tiraron diplomáticamente hacia atrás). En ese caso, bastará con que Romero entienda que la pelota va hacia donde se perfila el atacante, que Fernández y Garay decidan a quién hay que marcar, que Zavaleta se proyecte cada tanto, que Di María por una vez la emboque, que Gago juege a ser Gago y Mascherano siga siendo Mascherano, que Rojo siga silenciando a sus detractores, que Agüero no vuelva a la cancha reemplazado hasta la final por Lavezzi o por Palacio, quien también puede ocuparse de desbancar al lentificado Higuain. Si, además, Messi sale de su suministro de talento en cuentagotas, pónganle la firma que nos llevamos la Copa a casa y después la empeñamos en la calle Libertad para afrontar la epopéyica misión de pagar a los fondos buitre.