Michael Knight era, a septiembre de 2000, el australiano con mejores perspectivas políticas del momento. Para él se había inventado el efímero Ministerio de Asuntos Olímpicos y él, desde un par de años antes de la designación de Sydney para organizar los juegos del milenio, se había encaramado en un nivel de popularidad envidiado hasta por el más sano de los políticos de la región. Para una nación dueña de una cultura deportiva fuera de lo normal, ser el artífice de la elección y, luego, de una maravillosa organización de un juego olímpico significaba entrar en cada casa con un guiño a favor. Cuando hablo de cultura deportiva, me refiero a la de un país que no sólo participó en todos los Juegos Olímpicos modernos de verano, sino que ganó medallas en todas las ediciones menos en una. Y Knight estaba decidido a sacar provecho de la situación. Sin embargo, la vanidad le hizo trampa. El 1º de octubre fue la ceremonia de clausura y, durante ella, tanto él como Sandy Holloway, presidente del SOCOG (Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de Sydney), recibieron de manos de Jacques Rogge, presidente del COI, el nivel dorado de la Orden Olímpica, la máxima condecoración que puede recibirse en ese ámbito. Holloway era un hombre tan popular como Knight, pero con un perfil mucho más bajo y sin grandes ambiciones políticas: Knight era el político de los Juegos; Holloway, el tipo querido por quienes realmente habían hecho los Juegos.
En la madrugada del 2 de octubre, el diario The Australian exhibió como título principal la denuncia de que Knight había exigido al Comité Olímpico Internacional que la condecoración de Holloway fuera la plateada y que sólo él recibiera públicamente la máxima distinción. El COI no sólo se negó a ello, sino que hizo trascender el episodio. Fue el final de la carrera política de Knight. El pueblo australiano no le perdonó semejante gesto de miserabilidad.
Cuando uno está de vacaciones y se mete de lleno en ese estado de sana idiotez que trae la distancia del trajín cotidiano, suele convertir naderías en cuestiones de Estado. Por eso, nada me importó más que la historia de un golfista que, hace unos días, llegó de vuelta de los primeros 18 hoyos de un torneo a 36 –para aficionados, incluidos algunos muy malos– y pidió al starter que no lo volviera a emparejar con quien acababa de acompañarlo. Según su versión, el fulano no paraba de declarar menos golpes que los que había empleado. Por las dudas, al día siguiente, un par de hombres importantes del golf pinamarense salieron a espiar a este señor. Y descubrieron que, efectivamente, declaraba 5 golpes en un hoyo de 7. Me dicen por acá que esto no es algo extraordinario. Por el contrario, más allá de que el golf sigue teniendo una gran mayoría de exponentes de buena fe, es bastante frecuente cruzarse con este tipo de chorros. Quizá no tan frecuente como el hecho de que el tramposo sea, además, diputado de la Nación; tal el caso sucedido en los secos pero entrañables links del Pinamar Golf. ¿Usted cree que la carrera política de este diputado se frustraría a partir de que se lo descubriera haciendo trampa en una cancha de golf? Al fin y al cabo, un tipo incapaz de asumir que es un mal golfista, ¿qué voto no vendería al mejor postor en la Cámara?
Por cierto, no es mi intención la de caer en aquello tan cipayo de elogiar lo de afuera por definición en desmedro de lo nuestro. Lo que sí necesito exponer es una de las diferencias entre dos países demasiado parecidos. Supongo que usted ya lo habrá escuchado, pero le aseguro que, tal mis experiencias en tierra y con ciudadanos y amigos australianos, ambas sociedades tienen realmente muchos puntos de coincidencia. Lejos de insistir cruelmente con aquello de que Australia es lo que la Argentina no se animó o no quiso, dejo en claro que tenemos demasiadas cosas buenas en común.
Y en este verano tan difícil de sobrellevar, parte del atractivo marcado en rojo en el flaco calendario deportivo de enero pasa por el Abierto de tenis de Australia. Un maravilloso torneo más que centenario que, condenado a jugarse a fin de año –como cuando lo ganó Vilas– o a comienzo de temporada –como desde hace más de 20 años–, es por definición el Grand Slam amigable. Un torneo hecho para que el público, los periodistas y los jugadores se sientan cómodos. Asumiendo su distancia respecto de casi todo el planeta –aun más lejos que nosotros–, los australianos han disputado (y ganado) una feroz batalla contra la indiferencia de los principales jugadores del mundo (durante gran parte de la década del 70 y el comienzo de la del 80, la ausencia de algunas de las grandes figuras fue moneda corriente) y contra los vaivenes de un tenis australiano que, acostumbrado a la gloria inconmensurable de los 50 y los 60, ahora sólo brilla espasmódicamente.
Por suerte, más allá de los problemas físicos de Cañas y la dudas sobre Nalbandian, la legión argentina hace rato entendió que la temporada empieza en serio en Australia. Ignorar que en Flinders Park se juegan tantos puntos como en Roland Garros fue algo demasiado frecuente en nuestro medio. Situación generada más por una cuestión de calendario que por las características del torneo. Muchos de nuestros jugadores usan diciembre para facturar un buen plus a través de exhibiciones. A veces, eso altera la pretemporada y, en la disyuntiva, o preparan mal el torneo o directamente no viajan. Lo paradójico es que en Melbourne se usa una superficie perfectamente adaptable al juego de la mayoría de nuestros tenistas. Creo que la de Australia es aún más favorable que la del US Open.
Dentro de las próximas horas, sabremos si el primer Grand Slam del año es amigable también para nuestros tenistas. Mientras tanto, sepan ustedes que el mejor tenis del mundo se hace presente en un país mucho más cercano al nuestro que lo que indica el vuelo transpolar.