De repente, se movieron las aguas. Por culpa de los griegos, de ese país tan comparable a la Argentina y con una cultura que ya no remite a la grandeza del pasado, más bien a las miserias actuales. Tan parecido, también, a la Argentina de principios de este siglo. Se suponía que la crisis helénica, por radicarse en Europa, sería contenida, no habría de contaminar. Pero, al revés del default argentino de 2001, se propaga el impacto de su déficit, golpea a los vecinos del continente y a los EE.UU. –como la caída de Lehman Brothers al mercado mundial– y castiga hasta a aquellos que ubican al Partenón en Mikonos o suponen que un día podrán fotografiarse con el Coloso de Rodas. Tamaño disgusto el griego para los cálculos del matrimonio Kirchner, que confiaba en que el curso de la economía favorecería sus propósitos electorales y que debían juguetear con sus enemigos de la política y concentrarse en un par de objetivos: uno, Héctor Magnetto, de Clarín, y el otro, Jorge Bergoglio. Pero ninguna felicidad es duradera, dice la filosofía doméstica.
Al moverse las aguas se descubre que morigerar la inflación retrasando el tipo de cambio, subiendo el peso en relación al dólar, además de práctica menemista parece una propuesta efímera; si otras monedas oscilan hacia abajo, especialmente Brasil, al país le plantean una perspectiva desalentadora: el costo de vida, que los Kirchner suponían cercado este mes y los subsiguientes por la baja en los alimentos, podría desatarse por influencia externa. ¿O acaso, en tantas repeticiones obvias del pasado, el Gobierno puede pensar que no devaluará si Lula deja deslizar su divisa? Y si se vuelve necesario acompañar ese descenso, ¿los precios locales podrán aguantar por obra y gracia de un Guillermo Moreno que prohíbe el ingreso del jamón español o italiano, pavadas de un nostálgico medieval alejado de ciertas lecturas económicas, deseoso de escuchar discos en un Winco? Esa es una advertencia: el problema del dólar. La otra, también de colegio primario: ¿será posible lograr esa tasa de un dígito que pretendía Cristina para obtener nuevos créditos gracias al canje de deuda que monitorea el ministro Boudou? Si hasta parece difícil que las naciones emergentes puedan conseguir créditos. Por lo tanto, mal momento para ingresar a ese mundo y, lo peor, justo cuando se pensaba en lo complicado que resultaba vivir tantos años con lo nuestro.
Paradojal país además que, para ese epílogo de comicios en el 2011, ofrece curiosidades del Guinnes. Dos nítidas, las candidaturas manifiestas y sólidas en apariencia de quienes no gozan, precisamente, de un favor multitudinario. Ni de la aprobación del silencio anónimo. Basta ver las encuestas, casi sin alteraciones en los últimos meses, en las que Kirchner no logra cosechar simpatías y Eduardo Duhalde, por más que cambie de estilo, tampoco disfruta del amor masivo, aunque publicite el insólito mensaje de que es el mal menor.
Al margen de intrepideces propias, la aventura de Kirchner supone una contribución a la estabilidad del gobierno de su mujer: mientras él se fatiga, promete y transa por su candidatura, ella escapa de la maldición del pato rengo o, en su caso particular, de mujer abandonada en la soledad del palacio ante la inminencia del fin.
Duhalde, a su vez, no menos atrevido, se lanza en Córdoba, convoca a empresarios y políticos –trata de envolver en un mismo paquete a Roberto Lavagna y a Martín Redrado–, consigue que alguno abandone a los Kirchner (se dice que el embajador en la OEA, Rodolfo Gil, abandonará ese puesto para acompañar al bonaerense), predica el consenso como cultura y entiende que octubre será una fecha clave: allí los sondeos le dirán si tiene sentido proseguir en la búsqueda presidencial. Singular entonces: según las encuestas, dos de las personas menos queridas en todo el país, por no cargar las tintas, sueñan con ser queridas y elegidas para presidente en un año y monedas. No son los únicos casos raros.
¿O de qué otro modo habría que encuadrar la misión presidencial que se ha impuesto Francisco de Narváez, quien a pesar de todas las versiones y noticias contrarias, sólo actúa con la vista fija en la Casa Rosada? Basta preguntarse la razón de su último viaje a España, con entrevistas más del poder nacional que local de esa tierra y casi incompatibles con quien debería desear sólo hacerse fuerte en La Matanza. Si pretendiera ser gobernador y no presidente, ¿se dedicaría a esos menesteres? Igual, su propuesta, en principio, parece irreal: a los inconvenientes a debatir fijados en la Constitución se les añade un continente superior: el del resto de sus presuntos contendientes presidenciales. Ninguno digiere su postulación y a voz en cuello levantan la inhibición legal, casi ofensivamente le imputan su origen colombiano. Menos lo asimilan debido a su persistente flotación en las encuestas, un corcho que casi nunca se hunde. Al revés de Duhalde y Kirchner, él parece más querido en la población; pero, merced a otras razones, también integra la tríada imposible para la presidencial.
En esa franja amplia del justicialismo, también se anotan Felipe Solá y Daniel Scioli, uno con escaso respaldo territorial y el otro, ad referéndum de la voluntad de Kirchner. Como Kirchner dice que la situación cambió, Scioli ya no puede apelar a un escribano para presentarse en la herencia que acariciaba hace dos meses. Tampoco es nueva la situación para Solá: casi siempre dependió del legado de otros, en muchos casos de Duhalde, y fue coronado como elegante moño de un partido que suele carecer de elegancia. Mauricio Macri padece, mirando el 2011, con penurias semejantes a las de su ex amigo De Narváez. Las encuestas tienden a favorecerlo, se ha posicionado en el Conurbano, pero la meta presidencial se le vuelve compleja. Le cae encima un diluvio judicial del cual, por lo menos, quedará empantanado. Repite entonces el capítulo inverso a Duhalde y Kirchner: lo pueden querer, pero le va a costar ser. Como a los de los otros partidos, fundamentalmente la UCR, la única en condiciones de aproximar un candidato con posibilidades ciertas. Compiten el taciturno Cobos, un Ricardo Alfonsín de afónica explosión y, más lejos, Ernesto Sanz, sin explosiones. Si los radicales son hijos de las encuestas, al igual que el resto, Cobos se perfila –casi como si lo deseara Kirchner– en el primer delegado para el combate, aunque la galladura de su huevo sea tenaz preocupación partidaria: más llovido del cielo que brote de la tierra. Tampoco él arrastra multitudes, al menos por ahora. Piensa, claro, que tal vez le obsequien algún regalo el próximo 6 de junio: ese día, en Buenos Aires, se dirime una interna partidaria en la cual puede quedar excluido Alfonsín de la carrera principal. Pista libre, entonces, para Cobos, en un lugar donde no compite: más bendición celestial. Como si fuera un elegido.
Tamaña incertidumbre política podría corresponder a un Estado como Suiza, donde a la gente poco le importa quién es su futuro presidente. Pero la diferencia es que todavía se vive en la Argentina.