En el prólogo que ella misma escribió en 1831 para su novela Frankenstein, Mary Shelley (1797-1851) responde a una pregunta que le hacían con insistencia: ¿cómo se le había ocurrido una idea tan horrorosa? Cuenta allí la génesis de una obra que sería clásica y congrega altísimos valores literarios, filosóficos y mitológicos. La novela narra cómo el joven científico Víctor Frankenstein se propone combinar los adelantos de la química y la física para investigar el origen de la vida. Creyendo servir así a la humanidad e ignorando todo límite, crea en su laboratorio un ser humano compuesto con órganos y miembros de personas muertas. Una vez vivo, ese ser resulta monstruoso. Frankenstein, herido en su narcisismo y ciego a lo que ha producido, desprecia esa aberración. La bestia, despechada por la falta de amor y reconocimiento, escapa al control de su desquiciado creador y se transforma en una desbocada fuerza asesina. Sus crímenes (que incluyen a seres cercanos al científico) les serán adjudicados a personas inocentes, a quienes se condenará injustamente por ellos.
Frankenstein calla, pero vive torturado por una culpa y una angustia crecientes. Su criatura lo busca, finalmente se encuentran, el monstruo pide aceptación, el científico la niega y, en cambio, le enrostra su odio. Quiere alejarlo, pero no será posible, y aunque pudiera matarlo no eliminará ni apagará el infierno moral que encendió dentro de sí con su soberbia y su omnipotencia. “Soy su obra y le debo afecto y sumisión, por ley natural usted es mi dueño y señor”, le recuerda el monstruo. Y esto es lo que Víctor Frankenstein no soporta: sabe que es él, y nadie más, el verdadero culpable, aunque física y técnicamente no haya matado a nadie. Y deberá aceptar la presencia de su criatura, deberá escucharla, reconocerla y acompañarla, como ocurre en la novela, hasta el fondo de la oscuridad en la que ambos se arrojan, cada uno a su modo.
Publicada por primera vez en 1818, Frankenstein es una obra literaria mayor, inagotable, de una belleza sombría y una profundidad inquietante, escrita por una chica de 19 años, casada con el célebre poeta romántico Percy Shelley. Como todos los clásicos, se mantiene vigente porque periódicamente en las sociedades ocurren cosas que remiten a sus contenidos, los reavivan y los confirman. No dejan de aparecer los monstruos descontrolados creados por la soberbia, la prepotencia, la codicia, la inmoralidad, la psicopatía, la perversión o el narcisismo. Víctor Frankenstein resucita ocasionalmente como científico, como tecnócrata, como economista, como asesor, como ministro en la luz (o en la sombra) y como presidente o presidenta de un país.
A veces uno de estos Frankenstein reniega de su criatura e intenta matarla. Por ejemplo, decreta el final de un servicio de inteligencia capaz de producir asesinatos disfrazados de suicidio, misteriosas desapariciones u otras brutalidades. Cree que con el monstruo desaparecen sus propias huellas de creador e inspirador. Pero el Frankenstein de Shelley tiene una hondura de la que estos chatos émulos carecen. Conoce la culpa, tiene conciencia de lo que ha desatado. Sabe que la muerte de su criatura no eliminará la matriz que la creó, pues esa matriz está en él y, por lo tanto, puede provocar nuevas criaturas. Víctor Frankenstein sabe, y esta es su tragedia, que ha cruzado una línea imborrable y sin retorno. Nada de esto roza siquiera la conciencia de quien, creyéndose la víctima y no la victimaria, anuncia que el monstruo murió, que no fue creado en su laboratorio y que, sencillamente, parirá otro, esta vez bondadoso y útil. Esta banalidad, esta incapacidad de conectar con la tragedia, esta patética, destructiva y cegadora voracidad de poder, marca la diferencia entre el Frankenstein de la novela y su copia chapucera. En Frankenstein había arte. Aquí sólo hay crimen. En lo único que se parecen, cuando se los compara bien, es en la letra k. Por lo demás, la obra de Mary Shelley ya probó ser inmortal, mientras estos personajes, más allá de su inmensa capacidad de daño, posiblemente se hundirán, a la larga, en el más negro y merecido de los olvidos.
*Escritor.