No sé cuántos años tiene. Le indico en un francés atroz adónde voy, en realidad le indico que no sé adónde voy porque no tengo los datos del hotel y nos lleva diez minutos darnos cuenta de que los dos hablamos español. Mi apellido engaña y yo tampoco espero que el taxista en Liège me hable en castellano. Pero es mexicano y hace años que vive en Bélgica. Ahora es jubilado, me cuenta, y por eso junta unos euros extra manejando un taxi. ¿Y a qué se dedicaba?, le pregunto. Fui violinista, dice. De la Filarmónica de Liège.
Repaso a toda velocidad y me doy cuenta de que lo único musical que sé de esta ciudad es que aquí tocó Piazzolla y que grabó, por ejemplo, el Hommage á Liège, que yo escuchaba mucho de joven y que a partir del minuto 5, cuando empieza la milonga, me helaba la sangre. El taxista se sonríe y me dice que tuvo el honor de tocar con él esa pieza. Que fueron de gira por todas partes, incluso por Buenos Aires, Montevideo y Brasil. Que llegando a San Pablo vieron desde el avión un fuego altísimo y una columna de humo que se elevaba de la ciudad y que al aterrizar les dijeron que era el teatro donde debían tocar, que se había incendiado. Le digo que mi obra es –entre otras cosas– sobre un teatro que se prende fuego. Los dos hacemos silencio, probablemente estemos repasando en nuestras cabezas el minuto cinco del concierto de Liège.
El no volvió a México. Sus dos hijos nacieron acá. Uno es ingeniero astrofísico y construye unos reactores nuevos para naves espaciales. ¿Aquí?, le pregunto. Sí, aquí en Liège se hacen los componentes, me dice, pero los patrones son franceses. Aquí, donde Piazzolla –queriendo hacer música clásica– ensayó la música más argentina del mundo, ingenieros astrofísicos diseñan motores para ir a no sé dónde.
Me apuro a bajar la valija del baúl, no soportaría que las manos del violinista carguen 23 kilos de ropa inútil. Lo invito a ver la obra, me dice que sí y me abraza con calidez. No me puede ir mal. No en este sitio.