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Congreso, la mala bestia

La política no es una profesión ni una ciencia. Ni siquiera un oficio.

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La política no es una profesión ni una ciencia. Ni siquiera un oficio. Si lo fuera, tendría sus técnicas, sus habilidades, las que podríamos aprender lo mismo que nos preparamos para ejercer una profesión, o un oficio. Excepto la teoría política, escrita, en general, por los que jamás se animaron a correr el riesgo de poner a prueba sus ideas. Porque el insumo de la política es el aquí y ahora, las respuestas se dan a cuestiones que surgen y ponen a prueba las aptitudes de los verdaderos políticos. Es lo que bien observa Ignatieff cuando dice que el político medio sólo ve una habitación cerrada, en cambio el visionario ve una puerta oculta que abre a nuevas oportunidades. No es precisamente la “visión” lo que entre nosotros se aprecia como aptitud del buen político, sino el poder, la astucia, el coraje. Nunca entendí qué significa ser un “político de raza”. Eso se decía de Ramón Saadi, quien había llegado a la senaduría haciéndose pasar por Perón, imitando su voz en el teléfono. Y hacía circular por los villorrios de Catamarca una supuesta carta del Papa aconsejando a los catamarqueños que votaran a Saadi.

¿Puede la astucia considerarse una virtud política? Lo cierto es que la suerte y la voluntad determinan los pasos en la política, y aquellos que saben montarse sobre los acontecimientos son los que más suerte tienen. Siempre creí que mis archivos, que llenan baúles, eran suficientes para legitimar mi participación en el debate público a lo largo de todos estos años, pero desde que la malicia corre suelta por las redes de internet he dejado de sentir la necesidad de explicar o refutar las mentiras y las maledicencias.
Utilicé el Facebook para comunicar mis acciones, mis artículos, mis proyectos. Nunca sentí necesidad de los 140 caracteres de Twitter. En cambio, mantuve intercambio epistolar con personas a las que no conocía, que me increparon con respeto y con las que pude debatir. Tuve mayor cuidado con aquellos que me ma-lentendían o maltrataban, a quienes respondía instándolos a un intercambio de argumentos, no de insultos o descalificaciones. Siempre me pidieron disculpas. En mis estadísticas personales, tan sólo una persona, un militar enojado, se retrajo. No supe hacer de la política un combate en el que el fin último es vencer. Pero tampoco dejé que la política me venciera. Aunque más de una vez sentí pesar y angustia frente a esa “mala bestia” que tritura y escupe.

Nunca busqué el poder. Al menos, conscientemente. Aprendí que el poder no corrompe, tan sólo desnuda, revela la índole más profunda. Se expresa en la desatención, los teléfonos que no se responden, la mentirosa justificación “está en una reunión”, el maltrato a los colaboradores, la arrogancia. Conductas que revelan cuán poco se ve al otro como a un igual, cuánto se subestima la capacidad de discernimiento de los que no están en nuestro lugar.
Y con cuánta facilidad se invoca al “pueblo”, “la gente”, “los ciudadanos”, “la sociedad” y se abusa de “la Patria”, paradójicamente la palabra cuyo significado es el menos compartido, ya que, en general, la invocan quienes niegan a los otros y no aceptan la maravillosa y misteriosa diversidad de los muchos destinados a vivir bajo el mismo cielo, los compatriotas.

“No busque amigos en la política”, me aconsejó aquel gobernador mexicano de la anécdota de los faroles. Al inicio me pareció una recomendación cínica. Pero al cabo de una década, a excepción de las pocas amistades y complicidades que construí con varias senadoras –Laura Montero, Blanca Monllau, mi amiga-hermana María Eugenia Estenssoro– y la fiel entrega de mis colaboradores más cercanos, no hice grandes amistades políticas. Tan sólo aprecio, respeto y la odiosa sensación de utilitarismo. Sólo al final, después de vivir en solitario mi partida, entendí que lo que vivía como soledad era en realidad mi mejor espejo. Había cumplido una función, sin amiguismos ni sectarismos. Nadie elige con quién compartirá la Cámara. Aquel que tenemos al lado expresa a quienes con su voto lo sentaron en la banca. A los que debemos respetar, pero no están ahí para ser nuestros amigos.
Nunca sabré lo que opinan en los despachos mis colegas varones, tan proclives a las bromas y los chismes de alcoba. En la calle, en cambio, a medida que fueron pasando los años, fui recogiendo fuera del Congreso cariño y respeto. “Gracias por lo que hace.” Primero me sorprendió el gesto, pero en su repetición y en la sincera emoción manifestada especialmente por las personas de más edad, fui yo la que me conmocioné. En lo personal, había superado ese plebiscito diario al que somete la política. Había vivido esos diez años expuesta a la opinión de los otros.

Jamás pagué una encuesta ni me interesó saber cuál era mi nivel de conocimiento. La televisión me había enseñado a dimensionar las reacciones de las personas en la calle debidas a esa nueva jerarquía social: “Te vi en la televisión”. Podía identificar el cholulismo del “Cómo me gusta, la sigo todo el tiempo... ¿Cómo era su nombre?”. No porque dudara de la sinceridad sino para evitar darle tanta importancia a aparecer en los medios, especialmente la televisión. La empatía y el cariño que recibí fueron de otro orden. Esas personas fueron las que dieron sentido a mi representación parlamentaria. Aun cuando muchas no estaban de acuerdo con mis apreciaciones u opiniones, me respetaban. Algo siempre más importante que buscar la aprobación de cualquier manera. Se puede ser popular y carecer del respeto. Ellas reconocieron que podían confiar en mi integridad. Creo no haberlas defraudado.
Las manifestaciones de agradecimiento y de emoción coincidieron con los dos últimos años del kirchnerismo, y aumentaron en los últimos meses, especialmente cuando parecía inevitable la continuidad del kirchnerismo, expresada en la prepotencia, el autoritarismo, las odiosas cadenas nacionales. El riesgo que amenazó nuestro sistema democrático, al que padecíamos por el régimen personalista configurado a lo largo de todos esos años. Esas personas, como yo, habíamos mirado la política con prejuicio, una actividad fuera de la normalidad, alejada y ajena. Ante el riesgo de perder lo que no habíamos conquistado totalmente, la democracia, los diferentes pasamos a ser idénticos. Todos vivíamos con desesperanza, temor a perder la democracia.

*Periodista y escritora.
Fragmento del libro La mala bestia, Editorial Sudamericana.