Es un lugar común lamentarse de que en la Argentina discutimos demasiado. Más bien, discutimos mal, sobre cuestiones que no están claramente expuestas y que, muchas veces, resultan incomprensibles. El tema del Código Penal suscitó una agitación demagógica con argumentos inexactos, exageraciones, lecturas sumarias del proyecto y desconocimiento de mala fe o por ignorancia. Las posiciones extremistas sólo cubren a medias la confusión entre justicia y venganza. Esto puede entenderse (aunque no aceptarse) por parte de las víctimas. Es irresponsable si lo enuncian periodistas o políticos.
Cristina Kirchner es responsable, porque se discute con el miedo de que la aprobación del nuevo código se haga sin escuchar a nadie. Nos tiene tan acostumbrados a no escuchar que, incluso cuando el código es sólo un borrador de anteproyecto, la opinión reacciona temiendo el solipsismo presidencial. Del otro lado, están los políticos que convierten cualquier circunstancia en aliciente para hacer campaña. Así se vio que la jurista Graciela Camaño y el jurista Darío Giustozzi corrieran por todos los estudios de televisión opinando a troche y moche. El lado técnico fue barrido por la oratoria oportunista o sinceramente reaccionaria.
Las leyes deben salir del más amplio consenso que sea posible. En la frase que acabo de escribir, los dos términos tienen igual importancia: amplio consenso, por una parte, y posibilidad de obtenerlo, por la otra. No siempre la amplitud del consenso vale, porque si es demasiado amplio quizás el resultado sea insignificante. La amplitud de un acuerdo no debe desdibujar los objetivos con los cuales se comenzó a buscarlo. No sirve un consenso sobre generalidades (por ejemplo, un documento de todos los partidos que sostenga que la educación y la salud son importantes no vale sino como declaración de deseos: ¿quién se opondría a firmarlo?).
Pensemos si, en 1884, se hubiera buscado el consenso de la Iglesia para aprobar la Ley Nº 1420 de Educación. Esa ley habría sido diferente porque no hubiera generado un espacio escolar laico e incluyente, experimento inédito en América latina hasta entonces. Y las autoridades de aplicación de la ley habrían estado definidas por el Senado, donde la Iglesia tenía mucha más influencia.
Una elección es el momento de competencia no sólo entre políticos diferentes sino entre formas de hacer política y distintas soluciones para los problemas y la manera de definirlos. Si esas diferencias no existieran, se gobernaría solamente por consenso. Y creo que nadie piensa que eso sea deseable. Hay, sin embargo, circunstancias que requieren del “consenso más amplio posible”. Enumeraré algunas: la entrada en guerra o la reconstrucción de un país después de una derrota (no siempre, pero en general, los ejemplos son de consenso); el cambio de régimen político, como el que sucedió en España a la muerte de Franco, protagonizado por Adolfo Suárez, el Partido Comunista y los socialistas; una crisis económica terminal.
Me cuesta aceptar que la Argentina esté atravesando alguna de esas situaciones. Los economistas de todo el espectro tampoco anuncian una crisis económica como la de 2001, ni un default; no hemos sido invadidos ni hay preparativos para una guerra civil. Simplemente hay un gobierno que se retira de mala gana (porque le habría gustado quedarse).
Está, por supuesto, aquello de lo que todo el mundo habla en estos días: el narco. Una de las razones que obligan a un consenso fuerte es que los partidos se comprometan a denunciar a todos (funcionarios de primer nivel o rangos subalternos, amigos o compañeros) los que hayan tenido relaciones con el lavado de dinero en el pasado o las tengan en el presente. Se necesita un acuerdo del más amplio rango para llevar ante la Justicia a cualquiera, absolutamente cualquiera, de quien se tenga sospecha fundada. Se necesita ese consenso fuerte para depurar las policías capturadas por el crimen, que se reforman desde la cabeza, y también para que los partidos se comprometan a no financiarse con dinero cuyo origen sea incierto.
El ejemplo puede extenderse sólo relativamente a las cuestiones de seguridad. El objetivo de que el espacio público y el privado sean lo más seguros posible no compromete a tener soluciones fotocopiadas. Los expertos difieren en muchos puntos y algunas de esas diferencias incluyen valores que son importantes (lo sean o no para quienes piden mano dura): por ejemplo, las garantías en juicio y la igualdad ante la ley. En consecuencia, el consenso en materia de seguridad del espacio público incluye muchas cuestiones sobre las que es perfectamente posible que los partidos tengan posiciones diferenciadas: el tipo de organización de las fuerzas policiales, incluido el tema de si su jefe máximo debe ser un civil; el tipo de preparación de esas fuerzas (qué instituciones deben colaborar en la educación de los oficiales, qué tipo de relaciones con las universidades, por ejemplo); la disposición territorial de las fiscalías; si debe haber o no policías municipales. Sobre estos puntos es posible disentir y sería absurdo que todos los partidos se comprometieran a un unísono desafinado.
Si se quiere que una ley sea fuerte y aceptada, no es posible aprobarla a libro cerrado aunque se cuente con mayoría parlamentaria. Esa fue la desviación autoritaria del kirchnerismo. Es posible aprobar una ley con los votos justos. Pero es insultante y autoritario reclamar que sea inmodificable. También es un error pensar que existe una sola solución para la mayor parte de los problemas.
La otra cuestión de fondo toca al estilo político: los problemas a encarar son técnicamente difíciles. Por eso los políticos deberían comprometerse a no simplificarlos. Convertir lo complicado en simple es una demagogia peligrosa. La alternativa al conflicto no es el consenso débil. A veces la alternativa al consenso es un conflicto bien planteado.
Por hallarse de viaje, Jorge Fontevecchia no publica hoy su habitual contratapa.