Esta es la frase más triste que conozco; es de Ford Madox Ford y dice así: “Esta es la historia más triste que conozco”. Es la frase con la que comienza El buen soldado, una novela de 1915 a la que se considera pionera en la utilización de flashbacks. La historia del buen soldado es triste, pero yo conozco una más triste.
En 1998 me encontraba traduciendo Leviatán, de Arno Schmidt. La novela ocurre a fines de la Segunda Guerra, durante los bombardeos rusos a Alemania. El narrador, un soldado, está en la estación de trenes de Berlín cuando las bombas empiezan a caer y decide hacer lo mejor que se puede hacer en esos casos: huir. Convence a dos maquinistas de poner en marcha una locomotora y salir de allí lo antes posible. El asunto es que unido a la locomotora hay un vagón, un vagón que se parece mucho al arca de Noé, porque adentro están: un viejo empleado de correos + dos soldados heridos + un pastor protestante, su esposa y sus siete hijos + una prostituta y su madre. La novela trata de esa huida hacia adelante y está presentada como un diario íntimo, con los detalles del día y la hora exacta en la que el narrador hace sus anotaciones. El asunto es que poco antes de partir se suman a la comitiva tres soldados de las Hitlerjugend, cargando, cada uno, media docena de panzerfaust. Hoy sería fácil descubrir qué es eso, pero en 1998 todavía no existía Google. Buscamos en el diccionario, pero la explicación (arma antitanque) no nos bastaba: los traductores siempre necesitan “ver”. Pero el diccionario alemán-español decía algo descorazonador: bazooka. Sin ser un especialista en las guerras del siglo XX sé que según Von Clausewitz una de las razones de ser de las guerras es la confrontación de armamentos, de modo que si en Alemania usaban armas norteamericanas, ¿para qué hacían la guerra? Además, si los soldados de Leviatán hubieran llevado bazookas, ¿cómo podían llevar media docena colgando del hombro? ¿Cuánto pesan seis bazookas? Todo era imposible.
La traducción estaba terminada, pero seguía sin saber qué era eso. Recurrí a ver qué había puesto el traductor al francés de Arno Schmidt: bazooka. Bochado. El traductor italiano había ido más lejos: lanzallamas. Bochado. Finalmente, el encuentro casual con un importador de literatura nazi al que conocía me iluminó: había algo llamado lanzagranadas, y era explicable que los alemanes las necesitaran, ya que no sabían jugar al béisbol. Le pedí que me mostrara la foto de un panzerfaust, y me invitó a su casa, donde guardaba sus colecciones de enciclopedias. En una foto pude ver a un soldado al que le colgaban del hombro cuatro lanzagranadas. Y victorioso les di a esos soldados lo que llevaban: media docena de lanzagranadas.
Pero al mandar el libro a España decidieron revisar la traducción. Vieron la palabra lanzagranadas, fueron a consultar el original, vieron panzerfaust, fueron al diccionario, vieron bazooka, y dejaron a los dos pobres soldados de las Hitlerjugend cargando media docena de esos artefactos pesadísimos. Y así seguirán, doblados por el esfuerzo, hasta que algún día la novela se reedite.