COLUMNISTAS
El ser humano y la naturaleza

Coronavirus: el Mal en la Tierra

La naturaleza y humanos se combinan y retroalimentan en la generación de gigantescas tragedias que arrasan vidas y economías.

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El terremoto de Lisboa en 1755 mató a miles de personas. La furia de la Naturaleza. | Grabado de la época

En 1755 se produjo un terremoto en la ciudad de Lisboa, Portugal. Al sismo siguió un maremoto que alcanzó a los sobrevivientes que se habían congregado en algunas plazas. No se sabe cuántas personas murieron, aunque la cifra oscila entre treinta y cuarenta mil. A partir de ese episodio, Voltaire escribió el Poema sobre el desastre de Lisboa que abrió una polémica acerca del mal y las decisiones de Dios, cuyos fundamentos filosóficos exceden este texto. Frente  a quienes afirmaban que el terremoto era la condena divina aplicada a los seres humanos por los pecados cometidos, él se preguntó por qué castigaba tan inclementemente a seres que no cometieron mal alguno: “¿Qué crimen, qué falta cometieron esos niños?”

El poema, copiado y reproducido en Europa produjo una gran controversia por el pesimismo que expresaba frente a la desmesura de los acontecimientos naturales. Voltaire se preguntó: “Pero, ¿cómo concebir un Dios, que es la bondad misma, que prodigó sus bienes a  sus amados hijos, derramara sobre ellos los males a manos llenas?”

No encontró respuestas, ni podría tenerlas, porque Dios nunca responde las preguntas de los seres humanos. Voltaire refutó a quienes, entusiastas, afirmaban que “todo está bien”, porque detrás del mal producido por causas naturales renacía la vida; replicó a quienes rescataban el optimismo frente a la desdicha producida por la naturaleza. Aquellos que afirmaban que detrás de cada desventura afloraba el progreso.

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La temperatura de los océanos y los desastres naturales

La polémica, rica en el plano de la filosofía, se reprodujo y fueron muchos los que participaron. Uno de ellos fue Rousseau quien, con el respeto que le profesaba al maestro, respondió que la naturaleza ofrece armonía y felicidad; es el género humano el único que provoca confusión, desorden y desgracias. El debate entre estos dos hombres fue prolongado y tenso. Sin embargo, para Voltaire, la existencia del mal en la Tierra era prueba de que no existe ningún ser divino que tenga el suficiente poder para impedirlo.

El tsunami que arrasó la costa de Japón en 2011 produjo aproximadamente veinte mil muertos. El sismo destruyó  parte de la central nuclear de Fukushima y contaminó a aproximadamente cincuenta mil personas. El episodio puede inscribirse en las dos reflexiones. La crueldad de la Naturaleza y, simultáneamente, la desaprensión de los hombres que construyeron una instalación en un lugar inadecuado. Naturaleza y seres humanos fueron los culpables.

En cambio, la explosión en la central de Chernobyl, en 1986, donde recibieron graves dosis de radiactividad alrededor de 200.000 personas, fue la confirmación de la insensatez y desatino de los científicos rusos de la Unión Soviética que en su afán de progreso despreciaron la seguridad de las vidas humanas. Aquí la naturaleza fue ajena a ese infortunio. Era inocente.

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Con independencia de cualquier divinidad celestial, la naturaleza y la acción de los seres humanos se combinan y retroalimentan en la generación de gigantescas tragedias que arrasan vidas y economías. ¿Será siempre así? Es una pregunta que no tiene respuesta. Si consideramos que fueron los hombres quienes desencadenaron dos guerras en las que murieron millones de seres, comprobaremos que son los seres humanos los principales responsables de catástrofes a lo largo de la historia.

Recordemos, a la vez, las erupciones de volcanes, maremotos, diluvios, huracanes que destruyeron ciudades, hundimiento de economías y produjeron gigantescos éxodos, hambrunas y dolorosas pérdidas de vidas humanas. La Naturaleza, sabemos muy bien, es impiadosa y no perdona cuando desata su furia.  Sus males nos acompañan desde el nacimiento de la Tierra. ¿Cómo podríamos pedirle un poco de mesura a sus caprichos?

En cambio, sí podemos exigirle a la Humanidad la sensatez necesaria para no colaborar en los desastres terrenales. Porque la combinación de ambos es letal. Que los polos se derritan, que el agujero de ozono cause estragos, que se destruyan bosques, se sequen y contaminen ríos y mares en nombre del progreso ¿es intrínseco a la conducta depredadora de los humanos?

 

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¿Es consustancial a esa conducta el hacinamiento de familias, la falta de comida, de higiene, de agua, de educación, sustentos básicos para la vida digna que se desechan con la promesa del progreso? Si esto es así, el panorama es desolador.  Porque el virus que hoy nos afecta es responsabilidad de los humanos. Y lo será también encontrar la respuesta adecuada.

Debe ser un compromiso de los gobiernos crear condiciones de vida que merezcan la pena de ser disfrutadas por todos en el planeta. Podemos ayudar a la Naturaleza,  y es necesario hacerlo con premura. Pero cuando ésta se desate nuevamente, cuando el Etna italiano o el Popocatepetl mexicano decidan desbordar fuego y sepultar ciudades, nada podremos reprocharle. Es así. Vamos a convivir con su impiedad hasta el fin de los tiempos.   

Está en nuestras manos resolver el resto. Que no es poco.

*Escritor y periodista.