Hace unos años un poeta español que residía en Buenos Aires decía, mirando al techo, como hace el que tiene dificultades para encontrar las palabras adecuadas, que no entendía por qué los argentinos olvidaban durante un promedio de treinta años a sus escritores una vez que habían muerto, para redescubrirlos con bombos y platillos, como si el caulpable del olvido no fueran ellos mismos, sino el destino, el vértigo literario de los tiempos o vaya uno a saber qué extraña maldición. Es algo muy fácil de corroborar, para definitivamente darle la razón al poeta: H.A. Murena, Mujica Láinez, Sara Gallardo, Beatriz Guido, Marta Lynch, Silvina Bullrich están atravesando ese delgado istmo que los devuelve al mundo de los vivos, o si se quiere de los legibles, mientras muchos otros muertos siguen esperando su turno. El caso de Cortázar, sin embargo, tiene una paricularidad: murió en 1984, es decir hace cuarenta años, poco menos del doble de lo acostumbrado para la resurrección, y sin embargo, sigue acantonado al final del estante, en la cima de la biblioteca, es decir inalcanzable, fuera de alcance.
No creo que César Aira sea el responsable absoluto, pero es cierto que el prolífico escritor (lo llamo así solo porque él odia que lo llamen “prolífico”) soltó una frase que terminó de apisonar la tierra y ajustar la mortaja: “El mejor Cortázar es un mal Borges”. Tal vez sea cierto, no menos cierto que cualquier mejor cuento de cualquiera es candidato a ser uno malo de Borges, lo cual incluye a Aira y a todo el resto. Pero saltémonos el razonamiento: como en el ajedrez o en tantas otras ocupaciones, deberíamos juzgar a los autores por sus mejores obras. Juzgar a Cortázar por los cuentos contenidos en La otra orilla, sus cuentos juveniles, sería desde el vamos una cretinada.
A mí mismo me cuesta defender Rayuela, que en su momento (fines de los 70) leí con devoción y de la que puedo recitar largos pasajes de memoria (tengo testigos). Sus cuentos se me confunden; pero tengo mis preferidos, “La autopista del sur”, por ejemplo, y cada vez que alguien muere y aparecen sus allegados y amigos tratando de aparecer en primera fila en la foto de los recuerdos viene a mi memoria “Conducta en los velorios”, de donde debo deducir que también me gusta mucho. Pero puedo confirmar que mi entusiasmo sigue intacto por tres libros: Un tal Lucas, La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, con los que revivo una extraña experiencia, cada vez que recurro a ellos, de “libro de arena”: encuentro textos que juraría que no estaban allí la última vez que pasé sus páginas. Sin duda el que cambia es el lector, no el libro, pero ya sabemos que el lector siente que es el mismo en cada instante de su vida y que la culpa es del otro.
La Fundación Juan March, dedicada a fomentar la cultura en España, acaba de poner en órbita la biblioteca digital de Cortázar (https://www.march.es/es/coleccion/biblioteca-julio-cortazar): 3.588 títulos en 28 lenguas diferentes, de los que 884 libros contienen la firma de Cortázar, 527 libros dedicados por sus correspondientes autores y amigos, 91 ejemplares guardan marcadores y “traspapeles”, 490 con anotaciones y dieciocho libros-objeto. La biblioteca parisina de Cortázar quedó en manos de la Fundación, y ésta hizo lo que hay que hacer: ponerla a disposición del público, aunque de los libros de Cortázar no puedan verse más que las tapas y alguna que otra página. Así, la biblioteca de Cortázar pasa a integrar esa preciosa lista consultable: la de Beckett, la de Pasolini, la de Hitler, la de Pessoa. Aunque más no sea para despejar ciertas dudas, por ejemplo, en mi caso: Un tal Lucas está inspirado en Un certain Plume de Henri Michaux. Lo confirmo porque Cortázar tenía ese libro en la biblioteca.