La transición será suave o abrupta, pero sucederá. Es inexorable. Aunque parezca todavía incierto en medio de la bruma que hoy sobrevuela la superficie, hay una estación que termina, y no se trata sólo del otoño. Cualquiera sea el veredicto presidencial de octubre que emitirán los argentinos, estos ocho años que culminan llevan en su entraña la apertura de una época diferente.
Nada asegura que están dadas las condiciones de posibilidad para que lo que sobrevenga este ya configurado. Lo que se opone a esto que existe es hoy confuso, módico y poco estimulante. En el año décimo de la debacle de 2001, la Argentina ha ido y ha vuelto, ha intentado y se ha equivocado, ha acertado y ha trastabillado; por eso no es desde la esperanza de una alternativa cierta que cabe aguardar la terminación del actual estatuto de las cosas, sino desde el propio agotamiento de las opciones profundas con que se maneja el poder existente.
La transición que se avecina será larga y de ninguna manera presupone el derrumbe inmediato de la actual geografía política argentina. Este país pertenece al mapa mundial del populismo, una galaxia que define los modos y las esencias de regímenes aparentemente dispares, como el de Silvio Berlusconi en Italia o el de Hugo Chávez en Venezuela. Aunque la Argentina oficial quiere ser vista más cerca del verborrágico bolivariano que del tenebroso capo peninsular, ambos órdenes de cosas registran similitudes asombrosas y en ambos se encuentran rastros de la peripecia argentina.
Walter Veltroni, el sagaz y medular dirigente de la centroizquierda italiana, suele decir que el populismo “es una enfermedad”. Lo dice desde una Italia a la que define como “un país cansado”. Se entiende el diagnóstico: el largo reinado berlusconiano ha exhibido las falencias profundas y los callejones sin salida de una sociedad que también experimentó la implosión de la política, pero que no ha logrado trascender el estadio primitivo de una “polis” aquejada de corrupciones, demasías y falsedades.
No hay tal cosa como populismo de izquierda diferenciado de populismo de derecha; esa diferenciación sencillamente no corresponde. Tras casi un mes en Francia, Italia y algo de Grecia, regresé al país para ver cómo la Presidenta, ataviada de gorrito y delantal ad hoc, presentaba la “carne para todos” en la explanada de la Casa Rosada. Era como si no hubiese salido de Roma, donde me abrumaban Berlusconi y su afición incontenible por la “barzelletta”, esos chistes que salpican su lenguaje agresivo, prepotente y desconsiderado.
Si se desbroza la retórica empapada de presunciones seudoideológicas, uno advierte el estremecedor parecido de esas formas de encarar la vida de una nación y de proponerle ideas a la sociedad civil. Cuando Massimo Cacciari, el filósofo que fue intendente de Venecia, alude al mamarracho berlusconiano, no está haciendo profesión de fe de elitismo para minorías cultas. Alude al escenario que denota la podredumbre medular que convierte en fealdad esencial un estado de cosas que ha reducido la política a un espectáculo y ha hecho de los medios el escenario de una batalla bochornosa en la que los recursos públicos son desfachatadamente confiscados por los gerentes temporales del poder político nacional.
La ausencia de ese “pensamiento largo” que, con palabras de antiguo jefe del PC italiano, Enrico Berlinguer, menciona Veltroni es otro rasgo que hoy uniforma y asocia a estos populismos, ya sea en su modelo otoñal europeo como en su encarnación sudamericana post peronista. Un personaje como Guillermo Moreno pertenece por derecho propio más a un modelo berlusconiano que al de una república democrática y civil. Casos de camaleonismo ululante, como el de Amado Boudou, forma más parte de una gramática “bunga bunga” que de los trabajos y esfuerzos de un progresismo serio y consistente.
La Italia de Berlusconi, como la Argentina 2003-2011, exhiben panorámicas mortificantemente similares, incluyendo la gestión del Estado como “cosa nostra”, la devoción bárbara al poder vertical, el escarnio o compra de los jueces, el apoderamiento de los medios (sobre todo la TV) como joya de la corona del poder, la apelación a un lenguaje brutal disfrazado de honestidad y maquillado como anti hipocresía. En el medio, un vacío. Como explica Pier Luigi Bersani, el jefe del Partido Democrático (la encarnación siglo XXI del viejo PCI de Gramsci, Togliatti y Berlinguer), si los partidos políticos no se relegitiman y renacen, y “dado que en la política no existe el vacío, corremos el riesgo de que caigamos en una forma de populismo personalizado”.
Hay gestos, fotos y palabras que revelan desde su profunda elocuencia el vacío pavoroso de una política instalada obscenamente en el control salvaje de los recursos. Con o sin “relato”, es el mismo escenario de voracidad desaforada. El brillante domingo de Pascua, en una Roma saturada de gente y color y vitalidad, La Repubblica reveló que en 2010 los canales de TV de Berlusconi atraparon el 63% de la inversión publicitaria en ese formato, contra el 23% de la estatal RAI. ¿Conflictos de interés? En la matriz de los populismos, las palabras son lo de menos. Sólo cuenta “agarrar” la conducción y preservarse en ella. Agarrar viene de garras.
Por eso, aun cuando el vértigo desagradable que suscitan los vacíos es una realidad innegable y es lo que se advierte en más de la mitad de los argentinos, la experiencia de los modelos pre democráticos permite barruntar escenarios de ocurrencia casi obligatoria. Pero, ¿quién pagará por todo esto? Porque de algo no hay dudas, tras ciclos reiterados de espasmos retóricos supuestamente alternativos, la Argentina muestra cansancio de las palabras y de la prepotencia, presentadas como sinónimos de “gobernabilidad”. Nadie sabe si en las profundidades de la experiencia colectiva ya han nacido y crecen las opciones que abran el camino al fin del inmovilismo y a la superación de esos odios recalentados que han marcado a fuego la hoy crepuscular era kirchnerista.