Por suerte se va agotando esa maldita compulsión. Primero dejamos de ver hasta cualquier hora de la noche esos programas donde una sucesión de orates frenéticos se interrumpen mutuamente para chicanearse con una sucesión de sucias denigraciones mutuas: ese estilo local que ni siquiera presume del propio saber sino que se solaza en la imputación de la ignorancia ajena. Después, con un poco de tristeza, asistimos al fin del show nocturno en el que un extrañamente sedado Maradona razona con calma y criterio sobre los funcionamientos individuales y colectivos y, de paso, encuentra tiempo para explicar su propia debacle ante Alemania cuando ofició de técnico. No menor alivio es la desaparición de las pantallas de esa sucesión interminable, esas hordas de símil hablantes que balbucean superioridades, sodomizaciones y paternidades difíciles de verificar. Dentro de esas tropas que peregrinan por Brasil buscando la posibilidad milagrosa de que el Cristo de brazos abiertos les consiga una entrada a buen precio se incluyen los sacrificantes que abandonaron a madres agónicas, esposas desesperadas y amorosos hijos a cambio del placer de vislumbrar un movimiento mágico en las piernas de Messi o Gómez o Pérez o Muller o Merstesuckme o Giménez. El fútbol como pasión suprema y como moral o justificación sacrificial para aquellos que a la vuelta dormirán en la calle o conseguirán el milagro de que la Penélope abandonada por su Ulises de pacotilla los reciba y les obsequie el pullover que en la espera futbolera tejió con el pelo púbico de sus amantes. El fútbol ha funcionado como una imposición empresarial que capturó el deseo humano de encontrar objeto para la pasión y épica para una práctica, y además se propone como un método que ilustra a la vez disciplina social y excepcionalidad (10+1), estilo, lenguaje común y patria. La sociedad planetaria aspira a la lógica civilizatoria del hormiguero.