Entro en un bar de la ciudad, cualquier día a la mañana, con el doble propósito de desayunar y de intentar mejorar un poco, con dos horas de lectura al menos, mi formación literaria actual, señalada como insuficiente. Miro un poco hacia las otras mesas con curiosidad desvaída, a modo de saludo tácito a mis compañeros de café de esta jornada, y en una mesa casi del fondo distingo a una mujer policía que mastica su medialuna de grasa con la mirada fatigada y perdida, acaso por lo que fue una noche sin descanso puesta al servicio de la comunidad.
Yo me ocupo de mi café, de mi libro, de mis notas; pero no me olvido del todo de esa presencia acallada: la gorra de la policía reposa sobre la mesa del bar, entre el servilletero sin propaganda y las migas que no pudieron evitarse; el chaleco naranja contrasta, por estridente, con la discreción somnolienta del silencio de la agente en servicio; sé que lleva, en la camisa, un cartelito que dice su nombre, pero acodada en ese rincón, casi como en un cuadro de Hopper, resulta la imagen misma de un anonimato elegido.
Me cuesta desayunar en presencia de personas armadas. Y me cuesta, de igual modo, concentrarme y ponerme a leer. Que se trate, como se trata, de un arma portada para la defensa de la ley y la propiedad y el orden ciudadano me da mayor tranquilidad, pero no la suficiente. Sé bien que es perfectamente posible matar nada más que con las manos, o matar a patadas, o hacerlo incluso con un inocente pañuelo, si se lo mete en una boca hasta la asfixia, o bien con una inocente corbata, si se ensaya un nudo correcto y se aprieta con suficiente vigor. Pero un revólver es, a mi ver, otra cosa, de otro grado; porque existe específicamente para matar, porque es una máquina de matar y nada más. Me perturba que haya uno tan cerca de mí, aunque en rigor de verdad corresponda.
El tema de la inseguridad acude de pronto a mi mente. No es frecuente que eso me pase, pero sé que del asunto se habla. Supongo que hay distintas visiones capaces de suscitar un pensamiento sobre la inseguridad: la visión de una esquina oscura y solitaria, por ejemplo, para los que suelen ver muchas películas; la visión de una persona humilde, para los que gustan de practicar prejuicios sociales y discriminación; la visión de Massa o de Scioli o de Francisco De Narváez, para los que elaboran su intención de voto mirando determinados canales en la tele. A mí es esta otra visión, la de la mujer policía que desayuna esta mañana en el bar, más dormida que despierta, lo que me lleva a especular de este modo: ¿qué pasaría si entrara, de repente, un ladrón a este lugar, resuelto a robarnos a todos? Algo más que lo de siempre: algo más que el mal momento, la taquicardia, la pérdida de relojes y celulares, la bronca y la impotencia que esta clase de despojos provocan. Estando ahí una policía, tan al fondo que el ladrón podría no reparar en ella antes de entrar, habría sin dudas tiros, estampidos, horribles gritos, una herida o dos o tres, charcos o ríos de sangre, los chillidos de un lastimado, los gemidos de un moribundo, los ojos abiertos y quietos de un muerto.
¿Cabecea, en su mesa, la agente? ¿Se le caen, pesadísimos, los párpados? Yo no pienso mayormente nunca que pueda entrar a robar un ladrón en el sitio donde me encuentro (no es que lo descarte, es que no me lo pregunto). No pienso ni tan siquiera en un hurto, que es robo sin mediación de violencia, sustracción por distracción. Lo pienso únicamente en situaciones como ésta que refiero, que es cuando la eventualidad de una balacera se me impone como un dato firme.
De pronto, sin embargo, la escena cambia. La mujer policía se pone de pie. Se coloca la gorra, se acomoda el chaleco naranja, se estira la camisa hacia abajo, da por concluido su desayuno aquí. Deja entonces la mesa en la que comió y bebió, y enfila hacia la puerta donde un letrero indica “empuje”. Se va sin hacer ruido. Se va sin ningún apuro. Se va sin saludar. Se va sin haber pagado.
Y de ese modo, tan sencillo, fue que el hurto se produjo. Discreto y expeditivo, invisible aunque a la vista de todos. Me consuelo diciendo esto, y diciendo esto trato de dar consuelo al mozo: que al menos no hubo tiros, estampidos, horribles gritos, que al menos no hubo una herida o dos o tres, que no hubo chillidos de lastimado, ni tampoco gemidos de moribundo, ni mucho menos los ojos abiertos y quietos de un muerto.