En la columna de la semana pasada –primera parte de un texto que se completa hoy– este ombudsman hacía una introducción a lo que se entiende como posverdad, palabra que ingresará al diccionario de la Real Academia Española a fin de año para definir aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, “sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público”, en palabras del director de la RAE, Darío Villanueva.
La columna hacía referencia a definiciones incluidas en un artículo del doctor en Periodismo y experto en Comunicación Alex Grijalbo, publicado en el diario El País de Madrid en agosto pasado. El autor indicaba algunos elementos empleados para manipular la opinión pública, con técnicas perversas que sirven para generar empatía con los receptores a partir de conceptos mentirosos o parcialmente ciertos.
“No hace falta usar datos falsos –señalaba Grijalbo en su nota–. Basta con sugerirlos. En la insinuación, las palabras o las imágenes expresadas se detienen en un punto, pero las conclusiones que inevitablemente se extraen de ellas llegan mucho más allá. Sin embargo, el emisor podrá escudarse en que sólo dijo lo que dijo, o que sólo mostró lo que mostró. La principal técnica de la insinuación en los medios informativos parte de las yuxtaposiciones: es decir, una idea situada junto a otra sin que se explicite relación sintáctica o semántica entre ambas. Pero su contigüidad obliga al lector a deducir una vinculación”. El lector de PERFIL podrá identificar con cierta facilidad ejemplos de esta acción espuria.
También sabrá el lector de este diario interpretar lo que aparece como presupuesto, como algo que es y no puede ser de otro modo. Por ejemplo: cuando Carlos Menem quiso imponer un tercer mandato presuponiendo que la interpretación constitucional le daría validez a su intento, fue necesaria una acción colectiva fuerte para ponerle un límite. Algo similar sucedió cuando se motorizó la campaña “Cristina eterna”, promoviendo su tercera reelección tras una reforma constitucional. Se llegó a decir, incluso, que no permitírselo sería una forma de ponerla en situación de proscripta. La derrota que sufrió en las elecciones de 2013 frustró esa campaña, aunque no la pretensión.
Grijalbo escribió que “a veces los sobrentendidos –otro mal que sustenta la posverdad– se crean a partir de unos antecedentes que, reuniendo todos los requisitos de veracidad, se proyectan sobre circunstancias que coinciden sólo parcialmente con ellos”. Y ejemplifica con los Panamá Papers, con los cuales “se denunciaron casos veraces de ocultación fiscal”, aunque una vez expuestos los hechos reales y creadas las condiciones para su condena social, se añadieron a la lista otros nombres sin relación con la ilegalidad”.
En esta Argentina tan castigada por la llamada grieta –que ha logrado el absurdo de cerrar caminos de comunicación entre personas que pueden tener afinidades, pero no creencias cuasi religiosas– es conveniente entender cuáles son los mecanismos psicológicos y sociológicos que validan estas construcciones extremas. El psicólogo social estadounidense León Festinger definió la disonancia cognitiva como “ese estado de tensión y conflicto interno que notamos cuando la realidad choca con nuestras creencias”.
La falta de contexto –exponer un hecho sin incluirlo en la complejidad del momento, el lugar y las condiciones sociales, económicas y políticas– es otra de las técnicas (deliberadas o no) que sirven a la construcción de esa mentira verdadera. El caso de los movimientos de reivindicación de los pueblos originarios (mapuches, qom, wichis, etc.) es un buen ejemplo: se los condena o se los ensalza según convenga; raramente son incluidas las causas y calidad de los protagonistas y su entorno cuando se trata de informar sobre el tema.
Todo esto lleva a un resultado peligroso: la poscensura. “Quienes se manifiestan al margen de la tesis dominante –decía Grijalbo en su artículo– recibirán una descalificación muy ofensiva que actúa como aviso para otros. Así, la censura ya no la ejercen ni el gobierno ni el poder económico, sino grupos de decenas de miles de ciudadanos que no toleran una idea discrepante, que se realimentan entre sí, que son capaces de linchar a quien a su juicio atenta contra lo que ellos consideran incontrovertible y que ejercen su papel de turbamulta incluso sin saber muy bien qué están criticando”.
Conclusión: la posverdad no es sólo un neologismo menor a punto de ingresar en el diccionario de la RAE. Conlleva peligros que los lectores merecen tener en cuenta.