COLUMNISTAS
asuntos internos

Cuatro encuentros curiosos

default
default | Cedoc
Cabrera Infante tuvo un encuentro profesional con Hemingway. Fue en el yate que tenía el escritor (el que ya era, no el en ciernes), el Pilar, y la idea de la cita era pasar juntos el día en alta mar cazando tiburones (los tiburones no se pescan, se cazan). Como si el Golfo hubiera sido el desierto de Gobi, Hemingway fue atacado por una sed persistente: bebía y bebía de un termo (luego supo Cabrera que contenía vodka con jugo de lima). Hemingway bebía y bebía, pero los tiburones no aparecían (a lo sumo algunos peces voladores, pero ésos no se cazan ni se pescan, sólo se miran). Finalmente, al caer la tarde, Hemingway consiguió que dos tiburones mordieran la carnada (primero uno y luego otro). Fuera de borda, a cada lado del Pilar, seguían vivos cuando regresaban a Cojímar. Hemingway entró al interior del yate y cuando salió traía entre las manos una ametralladora. Cabrera Infante confiesa que por un momento temió que fuera a fusilarlo. Pero hizo otra cosa: se inclinó sucesivamente a los dos costados y ultimó a los dos galanos cuyo único crimen había sido ser tiburones.
En una ocasión, en Nápoles, el padre de Graham Greene y un clérigo amigo con quien solía pasar las vacaciones de invierno (en Egipto, en Francia o en Italia) tuvieron un curioso encuentro. (La relación entre ellos era formal, siempre se llamaron por sus apellidos y sus vacaciones eran más intelectuales que expansivas: no se puede ser muy expansivo vacacionando con un clérigo). Al oírlos hablar en inglés, un desconocido se acercó y les preguntó si podía tomar un café con ellos. Les pareció que el hombre tenía algo familiar e indefinidamente desagradable en la cara, pero el hecho es que los mantuvo embelesados con su ingenio por más de una hora. No se intercambiaron los nombres, ni siquiera al despedirse, y el hombre permitió que pagaran lo que había consumido: no café, por cierto. Pasó un rato antes de que se dieran cuenta de con quién habían estado: el desconocido era Oscar Wilde, recién salido de la cárcel.
Cuenta la escritora y traductora Fernanda Pivano que cuando William Faulkner viajaba de Milán a Berlín en el ‘55 (era Premio Nobel de Literatura desde el ‘49), en la estación de trenes no había ni un bar abierto. Ella le preguntó si quería agua mineral. Faulkner le hizo repetir tres veces la pregunta, y al final dijo: “What?” Ella, inocentemente, dijo: “No sé, podría tener sed...”. Y él, más impenetrable que impasible, sin pronunciar una palabra abrió el bolso, su único equipaje, y le mostró las seis botellas de bourbon que lo acompañaban en todos los viajes.
Robert Graves y Ezra Pound no se conocían. Probablemente habían oído hablar uno de otro, pero la cosa, hasta el momento, no había pasado de eso. Thomas Edward Lawrence era amigo de ambos. Un día la casualidad quiso que se encontraran los tres. Y entonces Lawrence procedió a presentarlos formalmente: “Pound: Graves –dijo–, Graves: Pound. Odiense.