Es una lástima que Cuba haya rechazado despectiva y humillantemente la alfombra roja que le tendieron para reingresar en la OEA. Si hubiera aceptado la invitación, contaríamos hoy con un voto “de lujo” contra Honduras y en favor de la democracia en el ojo ajeno.
Probablemente, Raúl Castro –o, porqué no, el propio Fidel– integraría, junto a Chávez, Correa y, por supuesto, nuestra presidenta, el grupo de adalides internacionales por las libertades cívicas.
Castro –cualquiera de ellos– podría incluso aportar su experiencia sobre los beneficios de un embargo internacional y de sanciones económicas que hasta ayer resultaban deplorables, porque sólo perjudicaban a los pueblos, y ahora acaban de imponer a la nación hondureña el BID y el Banco Mundial.
Afortunadamente, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, encontró una razón de ser para la Organización de los Estados Americanos, cuya extinción vaticinó y propició hace apenas un mes, después de declamar que el organismo debía pedir disculpas a Cuba por haber expulsado a ese país de su seno.
Pero en este campeonato internacional de coherencia, el primer premio lo lleva la autoridad máxima de la OEA, José Miguel Insulza. En abril pasado, impulsó la readmisión incondicional de Cuba en la OEA, al proponer enfáticamente que se derogara, “antes de hablar siquiera con Cuba”, la resolución por la cual se había suspendido a ese país de la organización, en 1962. Cuando Fidel Castro le respondió que Cuba no tiene interés alguno en volver a la OEA, a la que calificó de “infame” y de “basura” que, en su opinión, debería desaparecer, Insulza declaró: “Naturalmente, si mi país hubiera estado suspendido cerca de 50 años de una organización, yo estaría muy molesto”.
Estas cosas se dijeron hace menos de tres meses, no tres años ni treinta años.
La crisis de Honduras no es un asunto de fácil interpretación.
El artículo 239 de la Constitución de ese país prohíbe la reelección del presidente y castiga a quien siquiera proponga o apoye la reforma de esa cláusula con el cese inmediato en el ejercicio de sus funciones. El artículo 374 declara inmodificable esa regla.
Cuando José Manuel Zelaya, el depuesto presidente de Honduras, ordenó una consulta pública para decidir la modificación de tales normas, el Juzgado de Letras Contencioso Administrativo invalidó esa disposición y se lo comunicó al propio presidente, el 18 de mayo. La comunicación fue reiterada el 18 de junio, a pesar de lo cual Zelaya prosiguió en su intento.
La Corte Suprema designó entonces a uno de sus magistrados para instruir una causa penal contra el presidente, por delito contra la forma de gobierno, abuso de autoridad y usurpación de funciones. Ese juez abrió el proceso penal, dispuso un allanamiento y decretó orden de captura contra Zelaya. El mismo día, el Juzgado Contencioso Administrativo ordenó a las fuerzas armadas el decomiso de las urnas y del material de consulta.
Las fuerzas armadas capturaron a Zelaya, con el argumento de que ya no era presidente, debido al cese automático en sus funciones dispuesto por la Constitución, y lo expulsaron del país.
Si en lugar de la expulsión compulsiva del presidente, se hubiera proseguido con el juicio iniciado, la crisis hoy no existiría.
El artículo 102 de la Constitución también dice que ningún hondureño puede ser expatriado.
A pesar de todo, existe una distancia sideral entre una dictadura de 50 años, como la cubana, con miles de muertos y presos políticos, y una situación como la de Honduras, por discutible que sea.
La Iglesia Católica de Honduras, con profundísimo arraigo en los sectores populares, acaba de destacar el pleno funcionamiento del Congreso y del Poder Judicial y expresar su rechazo a “amenazas de fuerza o bloqueos de cualquier tipo que solamente hacen sufrir a los más pobres”.
¿Por qué las sanciones eran malas contra Cuba y buenas contra Honduras?
La comparación nunca integra el catálogo de prácticas de lo políticamente correcto.
*Abogado y escritor.