El hecho de que los grupos políticos sean sectarios es una pauta normal de los comportamientos partidistas. Es muy raro encontrar una asociación cuya meta sea la conquista del poder que no divida a los individuos entre los míos y los otros, los leales y los traidores, los amigos y los enemigos. Pero hay matices.
La construcción de una fuerza política puede adoptar diferentes modalidades. En su libro Orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt describe el sistema de anillos concéntricos de los partidos totalitarios que van desde un movimiento centrífugo que parte de un núcleo duro de militantes a círculos de afiliados, publicistas, adherentes, simpatizantes, y candidatos a ser integrados en algún momento a la organización. A este dispositivo imantado de atracción le corresponde el de repulsión que traza una cadena que va desde los enemigos, a los adversarios, los considerados peligrosos, los sospechosos, los poco confiables, los ambiguos y los blandos.
No todo, entonces, se reduce a denunciar listas negras o a reciclar teorías como las de Carl Schmidtt para observar el modo en que se administra la libertad de expresión y la diversidad de puntos de vista en nuestro medio cultural.
El peronismo se ha caracterizado por incluir una pluralidad de posiciones políticas que van desde el neoliberalismo, al estatismo, el montonerismo, el socialismo revolucionario, el fascismo, el franquismo, el keynesianismo, y a contar con figuras como Aldo Rico, Héctor Timerman y Hebe de Bonafini. Lo que hasta ahora no había integrado a su visión de la militancia política es la metodología del partido comunista argentino. Ese bolchevismo staliniano, hoy anacrónico y sublimado, ha sido revitalizado en una nueva fe por el kirchnerismo.
El mundo cultural kirchnerista, desde Carta Abierta a Página/12, se ha convencido de que son parte de una cruzada moral que les exige una lealtad ya no peronista, que hemos visto que es variopinta, sino una fidelidad religiosa hacia un gobierno pragmático que negocia de acuerdo a una estrategia flexible, con aliados en todas las esferas, respondiendo a intereses que están en las antípodas de la sociedad, variando el rumbo según las circunstancias y estableciendo alianzas que se rompen o se recomponen por los dictados de la coyuntura y las necesidades del poder.
La táctica de esta corporación de intelectuales, periodistas y gente de la cultura es soslayar las contradicciones que perciben y los incomoda, descargando sus cartuchos a una oposición poco creíble, decadente y sin futuro de poder. Para evitarse preguntas que los interpele en su credo, insisten en hacerse una fiesta con Macri y Carrió. Les da terror quedarse en el medio, sin liturgia, sin la vestimenta de ser resistentes al sistema, sin poder citar a Benjamin, Gramsci y Laclau, y sin poder juntarse con la clase obrera, es decir Moyano, los pobres, o D’Elía, y los derechos humanos. Sienten que el infierno los espera si se atreven a dudar, tomar distancia y asumir una actitud crítica sin banderas. Tanta necesidad tenían de plasmarse una identidad, de acercarse a los movimientos sociales, de sentir que nuevamente se subieron al carro de la historia que, una vez ahí arriba, no quieren que los saque nadie ni que les vengan con historias a contracorriente de su nueva devoción.
Es muy rara esta situación entre una cúpula gobernante que calcula cada paso que da, que acumula poder sin ningún escrúpulo, que flota en antecedentes que así lo confirman, y una orden claustral que protege principios igualitarios, emancipatorios, con la letra de un canon de progresía inviolable que se hace llamar con el extraño nombre de “modelo”.
Estoy en La Paz, Bolivia, en unas jornadas de filosofía y arte y he conversado con intelectuales, músicos, gente de cine, de la educación. La impresión que recibo del país es el de una confrontación permanente, un conflicto que apunta a las raíces de la nacionalidad, en donde se pone en tela de juicio los principios mismos del Estado y en el que los viejos mecanismos del poder no han desaparecido, desde el narcotráfico a la corrupción policial.
En medio de todo esto la figura popular de Evo Morales, que trata de gobernar un país en el que la centralización que estima necesaria choca con reivindicaciones de autonomía de pueblos originarios, que son más de treinta, reclamos regionales, luchas entre ciudades y municipios por la distribución de los ingresos fiscales. Estos hombres de la cultura con los que he hablado, hombres y mujeres comprometidos con su quehacer, con espíritu de sacrificio, con el afán de crear y hacer algo con sus vidas en un medio de carencias extremas, me han trasmitido sus simpatías por Evo, otros sus dudas, algunos su crítica, pero no tienen esa mirada socarrona, canchera y soberbia del muchacho kirchnerista. Saben que viven en un medio explosivo a la vez que muy difícil de alterar. No fueron corriendo a la tienda de objetos perdidos a comprarse un juguete bolivariano. Piensan.País fracturado, sin una cultura dominante, mezcla entre arcaísmo y modernidad, hoy vive de una retórica indigenista que a veces no tiene mucho que ver con las aspiraciones de los pueblos originarios. Se enfrentan con un dilema que los encierra. Por un lado una civilización europea que le dio al hombre blanco, al dueño del estaño y de la coca, el dinero y el poder, sometiendo así a la mayoría de la población india. Las estructuras políticas que ampararon esta dominación no se distinguen de la misma. El Poder Legislativo, el Judicial, el económico, que han gobernado en toda la historia boliviana, son manifestaciones de una misma civilización opresora: la sociedad colonial. Frente a esto se yergue una reivindicación de raíces que no logran ser una, ya que el quechua, el aimara, el guaraní, son idiomas, y es muy difícil si no imposible distinguir a un aimara de un coya si no hablan. No son etnias con fisionomía distintiva, y muchos a los que consulté tampoco los distinguen. La búsqueda de formas de organización en sociedades precolombinas, en donde la esclavitud y los sacrificios humanos eran parte de su cosmovisión, hace algo más complicado el paradigma cultural para los que pretenden reducirlo al amor a la tierra, a la diosa Pachamama, a formas primitivas de organización económica y a una sociedad compuesta por pequeños grupos horizontales con la jefatura de un anciano.
¿Hasta dónde se puede ir para atrás? ¿Cómo se puede plasmar un proyecto político para salir de la miseria sin el desarrollo de las fuerzas productivas, es decir de la ciencia y de la tecnología, y crear las instituciones para que esta explosión de inteligencia sea posible? El bilingüismo no tiene por qué ser un obstáculo para que la modernidad no sea sólo un cuco, pero, como me decía el cineasta boliviano Marcos Loayza, director de la varias veces premiada película Cuestión de fe, los aimaras quieren estudiar chino. ¿No inglés?, le pregunté; no, me respondió: chino.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).