La muerte de Gerardo Sofovich, sobre la que nada pretendo agregar, ha desparramado una serie de polémicos obituarios. Cuando muere una persona con poder, su obituario resulta un síntoma: algo que a una sociedad le era cómodamente vulgar y conocido deja su sitio vacío, y éste se ve bajo otra luz.
Sofovich es saludado como un caballero culto que –en comparación– hacía la mejor televisión posible con pocos recursos y muchos conocimientos. No es la veracidad de esto lo que me preocupa, sino el problema general de definir lo “culto”, una palabra tan vasta que su definición es profundamente contradictoria. Claro que hay culturas altas y culturas bajas (a veces llamadas populares) y que la cultura entendida así, extensivamente, no es propiedad exclusiva de los eruditos o los que tienen el alma nobilísima. Si la cultura de una persona supone una alianza fiel a su tiempo, entonces Sofovich lo era. Pero a veces el tiempo necesita algo más que fidelísimos aliados. La “verdadera” cultura está mejor en manos de los opositores a la estupidez y a la grosería imperantes.
Recuerdo la carta que Antón Chejov le escribió a su hermano Nicolai cuando éste empezada a triunfar como pintor. Chejov lo alertaba de los falsos signos de la cultura, proponiéndole ocho cualidades que la gente “verdaderamente” culta sí tenía. Algunas son divertidas y proféticas: “Las personas cultas, si viven con alguien a quien no consideran favorable y lo dejan, no dicen ‘nadie podría vivir contigo’. Respetan la personalidad humana y, por ello, son siempre amables, gentiles, educados y dispuestos a ceder ante los demás. No hacen fila por un martillo o una pieza extraviada de caucho indio. No tienen vanidad superflua. Pretenden tanto como sea posible contener y ennoblecer el instinto sexual”. Y así varias cosas que, todas juntas y en TV, parecen impracticables.
¿Qué significa ser culto hoy? ¿Militar para la contracultura? ¿Habrá sido siempre así y por eso la lista completa de Chejov ya era jugosa y delirante?