Hace unos días falleció Leopoldo Brizuela, y Game of Thrones llegó a su fin. Brizuela escribió la novela Inglaterra. Una fábula, y GoT comenzó como una fantasía inglesa, con sus Lannisters y Starks enfrentados como Lancasters y Yorks, contada por alguien de la periferia (George R.R. Martin nació en New Jersey), que luego devino una historia emocional de Occidente, a lo que jugaba el escritor platense. Pero mejor me detengo: en este párrafo hay demasiados hombres.
Según la BBC, GoT no cumple con el cupo femenino. Un algoritmo analiza qué porcentaje tienen las mujeres en la serie: los hombres hablan más, se los ve más. El reporte valora el contar numérico por sobre el contar narrativo: así, el sexo débil de las humanidades (capaces de analizar una trama) cae frente a la fuerza viril, “racional” de la máquina. La fuerza dramática de un personaje no se “mide” (está hecha también de lo que no dice); les convendría más comparar capacidad de asesinato.
En GoT, las mujeres son artistas intensas de la destrucción. La incomparable Cersei inició los asesinatos masivos, cargándose a todos sus enemigos y aplastando una religión que la había humillado y escupido al mejor estilo Pasolini. La populista Daenerys supo crucificar oligarcas y, cuando tuvo la capital a sus pies, la masacró sin piedad, incluyendo mujeres y niños. Aunque los hombres sobresalen en sadismo, la mayor cantidad de víctimas se las llevan estas rubias temibles. El infame Ramsay, que emascula a Theon, y el tirano Joffrey son los maridos psicópatas de Sansa, que se jacta de haberlos sobrevivido para encontrar su crecimiento personal en las artes del poder y la venganza (algunas feministas pusieron el grito en el cielo, arguyendo que es inmoral decir que el dolor te construye). A los hombres les quedó la tarea menor de defender a la raza humana de los Caminantes Blancos, esa monstruosa mezcla de cambio climático con inteligencia artificial: pero la daga final es de Arya. Jon Snow es el conquistador sin conquista; desterrado más allá del Muro, ya no hay lugar para su masculinidad.
Daenerys quería romper la rueda de los hombres, pero no imaginó que había otra rueda donde los tiempos convergen: la Rota Fortunae, el dios pagano medieval. Todos los personajes sufren transformaciones bajo la rueda del destino, pero el único que muta en otra cosa es Bran el Roto, en cuya mente los tiempos convergen. Bran es el avatar supremo. Avatar es una palabra del hinduismo que significa “descenso” de la deidad a una encarnación terrena, pero Bran se eleva y viaja por el reino como Cuervo de Tres Ojos, y deviene el ganador del juego de tronos. Como Google, puede visitar los pasados de sus súbditos, y es un rey inmejorable: su ojo que todo lo ve integra la policía y el poder ejecutivo. Pero no le funciona el pito, nos avisa Sansa, la nueva reina del Norte.