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crece la desigualdad

Davos y las guerras

A cien años del inicio del primer conflicto bélico mundial, el foro económico enfrenta la concentración de la riqueza en pocas manos, mientras otras organizaciones apuestan por la solidaridad y una mejor redistribución.

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En 2014 se cumple un siglo del inicio de la I Guerra Mundial. Las ciudades y el campo, los medios de transporte y la vestimenta, la medicina y la técnica, eran muy diferentes respecto de lo que son. La fotografía de archivo –afición en boga– abre ventanas para mirar retazos de ese ayer; la obra del novelista francés Marcel Proust ayuda a imaginar decorados y accesorios.

Para la actual diplomacia, hiperinformada y conectada con el presente continuo, resulta trabajoso identificar las razones por las que los poderes del mundo corrieron hacia sus caballos, sus cañones y sus bayonetas para principiar a exterminarse escrupulosamente durante cuatro años y cuatro meses. A las cinco de la mañana del 11 de noviembre de 1918, en el claro de Rethondes del bosque de Compiègne (Francia), el tren del mariscal Foch y el de la delegación alemana fueron encaminados y se firmó el armisticio. EE.UU. había entrado en el conflicto, Rusia en la Revolución de Octubre, más aviones y tanques en las fuerzas aliadas de la Triple Entente que en las de su rival las potencias centrales de la Triple Alianza, y Alemania se encaminó hacia el excesivo tratado de Versalles.

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La literatura sobre ese conflicto suma miles de títulos. Muchos intentan explicar las causas que produjeron la –aún hoy– asfixiante matanza. Si a este vergonzoso estropicio de la generación de nuestros bisabuelos (o abuelos) se lo ilumina con una proyección superpuesta de los riesgos actuales en la escena internacional de 2014, lo que más avergüenza –y aflige– es el hecho de que, en 1914, cada uno de los actores con poder para sortear la carnicería no pudo sincronizar con los otros el anillo de sensatez que la hubiera evitado.

Son pocos los cronistas de la Gran Guerra que reducen su causa al asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del trono del Imperio austrohúngaro, el 28 de junio de 1914 en Sarajevo. Detonante no es lo mismo que motivo.

El saldo fueron más de nueve millones de combatientes muertos y otro tanto de mutilados e inválidos. Guerra dotada de poquísimos de los tratamientos médicos actuales, y que el primer ministro liberal de Gran Bretaña Herbert Asquith describía –en julio de 1914 y días antes de estallar– como Armagedón (fin del mundo).

El próximo junio se cumplirán setenta años del desembarco aliado en Normandía. La reina Isabel II, de 88 años (y 63 de reinado) asistirá a la solemne conmemoración de un acto bélico entre muy similares protagonistas, de la II Guerra Mundial. Y con algunos rasgos en común: la enésima entrada en escena de los EE.UU. con el conflicto ya bien perfilado, la reversión de alianzas entre Rusia y Alemania, la opción de Turquía.

La II Guerra Mundial causó estrago y muerte e inauguró otra manera de destruirnos en cantidad y con rapidez: la bomba atómica. Tiene causas y protagonistas que pueden cernirse con más precisión. Y si bien el debate y la polémica sobre la posición de algunos dirigentes respecto de su utilidad, conveniencia u oportunidad aún continúa, lo que no resulta alentador –en el caso de los actos y conmemoraciones de ambos conflictos– es la renuencia de los líderes de hoy a utilizar las fechas que evocan el horror para abjurar de la guerra y comprometerse con la duración de la paz.

Los semitonos de las declaraciones y miramientos alusivos no solamente no ocultan sino que no dejan de desenfundar el arma insidiosa del recuerdo del valor o del coraje, la muletilla de la lucha por la democracia y la libertad, etcétera. las palabras clave son “patriotismo”, “lucha” y –cómo no– “victoria”, el mejor perfume para una velada de memorias bélicas.

Días pasados, en una taberna del barrio de Shoreditch, en Londres, un individuo se acercó a Tony Blair y, poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo que quedaba arrestado por el asesinato de sus conciudadanos en la guerra de Irak (2003). El episodio derivó en una charla entre ellos. Blair intentó llevar a su “arrestador” hacia el tema Siria y todo culminó sin violencia. Pero el episodio se suma a los casos en los que personas deciden dar un paso inusual e ir contra la corriente para plantear actitudes o divulgar datos que interpelen a la opinión mundial. Hoy, un gesto da la vuelta a internet –y a las redes– en milisegundos, y hace la fama o la popularidad (o la abominación) universal de alguien en horas.

Los dos aniversarios que comentamos son fechas interoccidentales que interrogan el presente global. Porque si el mundo de 1914 era inocente e injusto a la vez, y el de 1944 implacable y en carne viva, el de 2014 tiene un rostro partido en dos, como el Jano de la mitología romana; una, la cara del fanatismo, la codicia, la soberbia y la ausencia de significado; otra, la de la esperanza en sociedades más solidarias, en armonía con la naturaleza, con equidad y el protagonismo ciudadano como abordajes centrales de la política.

Ambos perfiles se miraron en un lugar improbable: la reunión de este año del WEF (Foro Económico Mundial) en Davos, Suiza, que incluyó en su agenda un tema que también figura en un trabajo de la ONG británica Oxfam. Este reconocimiento entre instituciones que –como las dos carátulas míticas– sostienen visiones diferentes de la realidad y de la sociedad mundiales es algo para anotar. Por ahora no se puede decir si sólo es una hipócrita y sagaz táctica del WEF; se debe, en cambio, celebrar la coincidencia.

El informe (Nº 178) de Oxfam castiga a la ortodoxia con datos demoledores. Veamos: en 2013, 85 individuos tienen un patrimonio igual al de la mitad más pobre de la humanidad (unos 3.500 millones de personas); la hacienda de las diez personas más pudientes de la Unión Europea (217 mil millones de euros), supera el monto de todas las medidas de estímulo aplicadas por la UE entre 2008 y 2010 (200 mil millones de euros). En los EE.UU., el 95% del crecimiento registrado a partir de 2009 engrosó los ingresos del 1% más rico, mientras que 90% de sus ciudadanos se empobrecieron.

En noviembre del año 2013, en el documento preparatorio para la actual reunión, el WEF advertía que esta desproporción afecta la estabilidad social y amenaza por ello la seguridad mundial. Oxfam dice lo mismo, pero agrega: “el secuestro de la democracia por los ricos” es la causante de la desigualdad.

En Davos, además de la previsible presencia de los líderes de México, Panamá y Colombia, estará Dilma Rousseff. No solamente como rúbrica de la continuada asistencia de Lula a ese foro, sino también y esto es lo significativo, como representante de una potencia mundial que crece distribuyendo riqueza menos desparejamente y cuya clase media ha aumentado en 40 millones en los últimos años. El gobierno del Brasil no se opone a la obtención y acumulación de riqueza, pero estimula su creación dentro de la equidad y prefiere anteponer la generación de trabajo al afán maníaco por la competitividad.

La evocación de las dos últimas oportunidades en que el mundo recurrió a la guerra global como método para resolver sus diferencias se conecta con la exploración de los temas y situaciones en las que hoy germinan las hipótesis de un tercer acto colectivo macabro. Estos tiempos de múltiples crisis simultáneas –Siria, Ucrania, Irán y Líbano-Palestina-Israel– exigen un examen actualizado frecuente. Pero es preliminar aplicar el sismógrafo diplomático a las paredes de la arquitectura mundial del poder, ya que se sienten temblores y se notan algunas mínimas grietas vinculadas con el tema de la riqueza, la equidad, la solidaridad y el trabajo. El accionar de individuos y grupos sociales por el costado de los partidos políticos y por afuera de los medios de comunicación masivos tradicionales (diarios y televisiones concentrados), viene levantando un andamio –fragilísimo– frente a los poderes institucionales clásicos. El tembloroso estrado que los movimientos Ocupar Wall Street, Indignados, la mal bautizada Primavera Arabe, los WikiLeaks y otros denunciadores han levantado, arroja una sombra, débil pero visible, frente a los tronos de la inmutabilidad.