Nuestro país tiene la desgracia de soportar un cóctel difícil de tragar; millones de personas viven en la indigencia mientras muchas otras son famosas. Ser famoso, la famosidad, es algo que para muchos en un sueño en sí mismo. Las redes sociales suelen exacerbar esto último hasta el paroxismo. Tanto que a algunas personas se les puede preguntar qué hacen y éstas pueden contestar: soy famoso. ¿Pero por qué? Nadie lo sabe. Estuvo en la tele, fue panelista, se metió en un reality show, entró en un casting de Suar, lo saludó Messi, salió con Fito Páez, estuvo aplaudiendo en la tapa de Gente, entrevistó a la Presidenta, hizo un video y tuvo miles de visitas en YouTube. La fama no tiene una ontología detrás, es puro humo. Durante la noche, antes de dormir, se encienden los televisores para poder vivir el fantasma de los demás. No hay una educación que nos diga que eso no es necesario, que la vida de cada uno, la individual, privada, mortal, es única y preciosa. No basta con hacer bien tu trabajo, con cuidar a tus seres queridos, compartir mesas de café o almuerzos con amigos; no, hay que mostrarlo, hay que distorsionarlo y se tiene que publicar. Recuerdo que Fernandito Olmedo, hace mucho, estaba en un restaurante esperando que llegara mi hermano Juan.
Desgraciadamente, un rato antes llegó Rodrigo. No se conocían, pero el bailantero le dijo: “¿Sos el hijo de Olmedo? ¿No querés venir al show que doy ahora en La Plata?”. De alguna manera debe haber pensado que la puta famosidad se trasmitía por metonimia: de Olmedo para Olmedito y de ahí a él. Todo terminó de la peor manera. La fama mata.