Crucero USS Indianapolis, Océano Pacífico, julio de 1945. De manera sigilosa, veloz y sin escolta, el crucero USS Indianapolis navega hacia Hawai (Pearl Harbour). Al llegar allí, el día 22, embarca la caja enfundada en plomo, de unos cinco metros de largo, que contiene a “Little Boy”. Unos días después, el 26, la descarga y retoma enseguida su misión de combate.
El 30 de julio, dos torpedos lanzados por un submarino de la marina imperial japonesa impactan el casco del crucero, que se hunde en menos de veinte minutos. El hecho ocurre 16 días antes de que el emperador Hirohito anuncie por radio la rendición de Japón (y por lo tanto el fin de la Segunda Guerra Mundial).
El mismo navío, en 1936, había traído a Buenos Aires al presidente Franklin Delano Roosevelt, quien nos visitó y participó de la Conferencia Interamericana por la Paz. El mandatario lo utilizó aquella vez para exhibir “con claridad” su política del “buen vecino” hacia la región.
La caja transportada por el Indianapolis a las islas Marianas fue llevada de inmediato a un hangar de la que era entonces la base aérea más grande del mundo, situada en la isla de Tinian. Finalmente, “Little Boy” se izó al compartimento especial de una súper fortaleza B-29, cuyo nombre, Enola Gay, aludía al de la madre del piloto, coronel Paul Tibbets.
El 6 de agosto, a las 02.15 de la madrugada, iluminada por reflectores que permiten filmar su despegue, levanta vuelo la nave. La acompañan dos máquinas adicionales, una de observación meteorológica y otra dedicada a filmar y fotografiar la misión ultrasecreta del Enola Gay.
A las 07.45 un oficial artillero retira los zunchos de seguridad de “Little Boy”. A las 08.15, volando a 9.855 metros de altura sobre la vertical de la ciudad japonesa de Hiroshima, se lanza la primera bomba atómica de la historia de la humanidad sobre un blanco viviente. Cuarenta y tres segundos después, el demoníaco artefacto detona a 600 metros de altura, vaporizando a 80 mil seres humanos (un 30% de la población) y destruyendo el 69% de los edificios.
A modo de exorcismo, alguien, en el laboratorio nuclear secreto de Los Alamos (California) en que se diseñó el arma, le dio el nombre de un personaje de una novela policial de Dashiel Hammet llevada al cine como El halcón maltés y al que Sam Spade (Humphrey Bogart) designa con ese apodo: “Pequeño niño” (“Little Boy”).
La entrada en la era nuclear había sucedido muy poco antes, el 16 de julio, en Alamogordo, Nuevo México, con la primera explosión (de prueba), que se efectuó con apremio, ya que el presidente Truman, reunido en Potsdam (Berlín) con Stalin y Churchill (y también con Attlee) quería bajar esa carta decisiva a la mesa. Y poder dar la orden de bombardear Hiroshima.
El dominó de violencia que llevó a esta extrema abominación comenzó con la cruenta ocupación japonesa de Manchuria (China); aumentó en vileza con el bombardeo nazi de Guernica; siguió con el fulminante ataque japonés a la base de Pearl Harbour; creció con el bombardeo y la destrucción de la ciudad inglesa de Coventry y con los implacables ataques aéreos a Londres con bombas convencionales y los protomisiles V1 y V2; y comenzó a encontrar retribución funesta en la llamada “Hiroshima de Alemania”, en los últimos días de julio de 1943, cuando 787 bombarderos descargaron sobre Hamburgo miles de bombas incendiarias, que elevaron la temperatura a 800º, incendiaron hasta el asfalto y causaron 42 mil muertos.
Al presente, la conmemoración de los setenta años del negro mojón de Hiroshima no coincide con una tendencia a la disminución del riesgo de perpetrar nuestra autoinmolación.
El recuerdo de aquellos días de 1945, que se conmemoran con especial énfasis en toda China haciendo hincapié en el hecho de la victoria sobre el invasor japonés, mueve a cavilar sobre la motivación que inspira al señor Shinzo Abe y al gobierno nipón a insistir en modificar el borne constitucional que limita la dimensión de sus fuerzas militares a un rol defensivo. Y en homenajear a los reprobables copartícipes de crueldades sin fin hacia la población china.
Tampoco ayuda a aclarar el horizonte que el gobierno norteamericano no se oponga a esa deriva de Tokio, dada su necesidad de “contener” el crecimiento estratégico de China.
Mostrar preocupación por el cambio climático y la degradación del planeta y su biosfera, día a día más empobrecida en especies y diversidad, se da de narices con la enorme cantidad de armas nucleares activas y mil veces más aniquiladoras de toda vida que “Little Boy”. Se estima que los EE.UU. tienen 7.200 armas nucleares en alerta, cifra a la que hay que sumar las correspondientes a los arsenales de Rusia, China, Francia, Israel, Gran Bretaña y Pakistán.
Fox News, Washington, 6 de agosto de 2015. Otro síntoma que ennegrece el paisaje político mundial proviene de lo que se puede –provisoriamente– llamar la “nueva” dirigencia política. Un ejemplo ilustra un fenómeno norteamericano, citado por venir de la primera potencia militar democrática del mundo.
La cadena Fox, del magnate Rupert Murdoch, emitió el 6 de agosto pasado un programa visto por 24 millones de telespectadores del que participaron diez candidatos a la nominación del Partido Republicano norteamericano. El billonario Donald Trump actuó impetuosamente, emitiendo una catarata de dichos políticamente incorrectos (como decir que el principal problema de su país era “ser políticamente correcto”), incluyendo un posible sincericidio, ya que explicó cómo utiliza su fortuna para comprar a políticos, aclarando que así funcionan las cosas en la realidad.
Una frase de Donald contestando al moderador Brett Baier y vista y oída por 24 millones de televidentes no pide ni admite exégesis: “… a la mayoría de quienes están hoy en este estudio les he dado –para que usted lo entienda bien– montones de dinero” (“lots of money”). Trump salió del estudio como un triunfador, rumbo a su candidatura a presidente de los Estados Unidos.
En su Comentario sobre la sociedad del espectáculo (París, 1988), Guy Debord afirma que en la política mundial los conflictos superficiales enmascaran modos de relacionamiento inconfesables que transcurren –ocultos– en profundidad. Por lo visto, ya no inconfesables; tampoco en profundidad.