Causó furor un posteo en el que anuncié que me tiraba por un tobogán de catorce pisos en un parque acuático del Brasil. Y he pensado, subiendo las escaleras del tormento, en cómo se nos inculcan en la infancia algunos valores perennes. Siempre me dio vergüenza el Italpark. Mi mamá comentaba que le daba pena la gente que tiene que crearse falsas emociones subiendo a una montaña rusa. Para ella –y, por ende, para mí– eso era pobre de imaginación y digno de escarnio. Pero no dejaba de ir al Italpark en secreto y con excusas: me hacía invitar por padres que no tuvieran tal prurito. Pero en cada lanzamiento al vacío sentía la culpa enorme de que esa emoción fuera artificiosa.
Ahora soy padre y pretendo también educar en el ejemplo; inevitablemente, en el contrario. Les señalo a mis hijos la punta del Insano, el tobogán más alto del mundo, y pido que me saquen fotos mientras caigo: hijos, la secreción de adrenalina no podrá ser nunca artificial; a veces es la vida la que la vuelca en sangre, otras es uno que va y paga y la produce. Porque si no, ¿qué decir de ir al teatro, de ver películas? ¿No son también una generación artificial de emociones? Es verdad que en lo uno interviene el intelecto y en lo otro, un carrito o una rampa. Hay diferencia.
Llego a la cima. Yo sufro de vértigo, así que la adrenalina es más espesa y ni siquiera resolví si está bien tirarme o no. Pienso en la foto, que mi mujer me sacará en la brevísima caída a 100 km/h, y creo que la foto hoy justifica el ejercicio moral.
Un cretino con malla parecida es filmado en mi lugar y cuando caigo no queda registro porque mi mujer está borrando lo que filmó antes. Así que me tiro dos y tres veces más. No lo disfruto pero creo que es urgente hacerlo y acabar con algo que no sé cómo se llama. Pagar una deuda, justificar el llamado de la testosterona, dejar un legado a mis pequeños. Ellos están más interesados en el pochoclo y yo regreso al hotel con dos o tres moretones. Luego no sucede nada más.