El papá de Lorena Vega era imprentero. Cuando ella cumplió 15, se negó a imprimirle las tarjetitas de invitación y –pese a los ruegos de Lorena– decidió tercerizar el trabajo. La llevó a la imprenta de un amigo, le criticó el diseño, se mofó de una rosa, le sugirió acudir a frases estandarizadas menos comprometidas y luego la dejó negociando el precio. Lorena tuvo que pagar no solo el costo del trabajito (que hoy equivaldría a unos treinta mil pesos) sino también una deuda que su padre acumulaba en esa imprenta del amigo. Allí, de golpe y definitivamente, Lorena decidió no invitar a su papá a la fiesta. Ella no cedió, él no se presentó y Lorena bailó el vals con un tío, tal como queda registrado en un video materno que sirve como prueba para el juicio final.
Hoy Lorena, que es una de las actrices más exquisitas que tenemos, agarra un micrófono y desentraña la oscuridad pastosa del recuerdo, del rencor, del amor incondicional. Su obra Imprenteros es irresistible, las entradas se agotan, la haga donde la haga, y creo que el éxito de este ritual (ya que no es una obra) radica en un mito universal: los errores del padre, el hambre de Cronos, el implacable dios tiempo que cuece la angustia. Lorena se entera ahí, en vivo, consultando con su hermano, de que la tarjeta con relieve era inviable en el taller familiar; comparte la rosa con el público y acordamos en que es un poco horrible. Verifica finalmente con algo de temor que el buen papá –tan chambón como todos los padres– podría haber tenido sus razones. Pero ahora está muerto y la imprenta familiar se la quedaron tres medio hermanos de un segundo matrimonio que cambiaron la cerradura y que no dejan entrar ni a Lorena, ni a Sergio, ni a Federico.
Valiéndose de actores amigos, ahora decide contar qué pasó. No es una historia fatal, ni trágica; tampoco tiene moraleja más allá de las paradojas capitalistas de las pymes. Nos invita en sus matices a proyectar sobre ésta la historia de los propios padres. El mío me tiró a una pileta a los seis años para que aprendiera a flotar. Tragué agua y no le hablé por meses. No sé cuánto pagaría ahora por recuperar esas conversaciones de la infancia que no tuve. Así es siempre.
¿Qué pagarían Lorena y sus hermanos? ¿Cuánto tuvieron que pagar ya, igual que todos? ¿Cómo hacen para volver finalmente, en un acto de arte sanador y de justicia estética, a entrar en el espacio de la imprenta? Yo fui parte de ese público azorado en el Morán y juro que entré con ellos.