Lo he escuchado en varias versiones apocalípticas: la naturaleza favorece más un cambio genético evolutivo que una alteración social. Es más probable que los gatos desarrollen uñas que se corten solas y se adapten así a su nuevo entorno natural (que es la falda de sus dueños) antes de que el hombre decida un cambio ético. Es que tiene una atávica tendencia a conservar. Incluso los grandes terroristas, supuestos flagelos del orden burgués, no hacen más que conservar: desordenan sólo un poco, para que nada cambie del todo.
Una casa editorial decide reeditarme un libro de 1999. Corrijo las pruebas de galera. Las obras no van a cambiar, ¿qué gracia tendría corregir ahora lo que ya escribí mal de una vez y para siempre? Pero tengo un minúsculo dilema ético: ¿con qué ortografía debe reeditarse hoy un libro de cuando la ortografía era otra? Me refiero a los cambios que se le hicieron al castellano (sin consultarnos) en el año 2000.
Desaparecen los “decíle”, los “vestíte”, en favor de los “decile” y los “vestite”, sin tilde, como si fueran palabras comunes y no verbos más pronombres enclíticos. Bah: son palabras comunes. Todas lo son. Pero… ¿por qué me tiembla el pulso al tachar, por qué me cuesta aceptar una ley ortográfica tan absurda como la que antes respetaba? Los que amamos las palabras estamos en general bien dispuestos a aceptar estas convenciones.
Los alemanes también recibieron un azote ejemplar: se decidió que su lengua contenía asperezas nunca allanadas (como todas las lenguas naturales) y normalizaron la escritura. Ya no se dice “daß”, sino “dass”, que así se pronuncia. Pero los escritores alemanes se resisten con prusiana tozudez. Pretenden conservar estoicamente una regla que estaba mal pero que funcionaba como regla antes que aceptar otra que sea “más fiel a la naturaleza”. Yo también me iba a oponer a estas correcciones. Pero me dijeron: “No podemos publicar un libro con errores de ortografía”. Sentí que sólo me quedaba (¿o “solo me quedaba?”) la esperanza de refugiarme en las reglas “optativas”. ¿Cuánto tiempo más durará esta libertad optativa? ¿Y por qué llamo “libertad” a la estricta sujeción a una regla que me precede y que nunca osaría cuestionar