Frankfurt dio para todo. Mis colegas dramaturgos están en otro hotel y tengo que ir a encontrarme con ellos. Me veo envuelto en un confuso episodio.
Pregunto en la recepción cómo llegar al estadio donde entrena mi equipo de dramaturgos futbolistas. Nos enfrentaríamos a la selección alemana al día siguiente. El botones no sabe cómo llegar, pero un amable cliente pakistaní me dice que tiene que ir en esa dirección y que me lleva con gusto. Bah, con ese adverbio alemán que no existe en otros idiomas: gern. Con gusto. De mil amores. Nos subimos a su auto. El amable pakistaní se niega a usar el mapa, afirma que los mapas están mal hechos para el mundo real y que es mejor preguntar. Totalmente perdidos en los suburbios prolijos y boscosos, detiene el auto cada cinco minutos cuando ve un transeúnte no germano y pide instrucciones. Se nos van dando de manera contradictoria. No estamos llegando. Mientras tanto, el amable aventón se transforma claramente en lo que será: una modesta extorsión. Me dice que no me cobrará el viaje, pero que me convendría mucho donar dinero para los damnificados por las inundaciones en Pakistán. Ante el temor de quedar varado, y con los botines sedientos de césped en el bolso, tras una hora de nafta mal gastada me parece un arreglo razonable. Pero seguimos sin encontrar el sitio, y él se niega a obedecer a mi instinto (de probadísima eficacia en ruta) y a mi mapa. Así que la charla (entre un pakistaní que para mí representa a Pakistán y un argentino que para él representará a la Argentina) dura más de lo deseable. Me pide mis datos “por si alguna vez viene a la Argentina”, me dice que trabaja para la aerolínea pakistaní, me muestra en un iPod carísimo unos videos de pasajeros en un avión, entrevistados por él mismo, manifestando que lo han pasado muy bien en Pakistán y que no es un país de terroristas. Que se sepa. Después me dice que al partido de escritores Argentina-Alemania no podrá venir, porque cae en viernes. Y él es musulmán. No entiendo la relación entre ambas cosas, pero no pregunto nada, porque intuyo lo que vendrá. Viene: me pregunta de qué religión soy. Tomo aire. Decido no mentir. Le digo que de ninguna. Para el auto. Quiero creer que es por un semáforo. No entiende mi respuesta, y vuelve a preguntar: ¿cómo de ninguna? Ninguna, me mantengo firme. ¿Y en qué creés? En muchas cosas, me escucho decir estúpidamente. En la vida, digo, incluso, sintiéndome un salame. ¿Pero en qué dios?, insiste. En ninguno. Silencio. Es el fin de la dudosa y densa amabilidad. No fingimos más. Abro el mapa prohibido sin ningún respeto. Le muestro dónde doblar. Veo el estadio a unos cincuenta metros. Hemos llegado. Le doy 20 euros para que los done él mismo a las víctimas de su país bajo el agua. Y corro a calzarme los botines.
La Feria del Libro ya está bien embalada. Pero en ese momento, entreví con claridad que un stand en una feria (sea de Argentina, de Islandia o de Pakistán) es tan representativo como un chofer conversador: caprichoso, insensato y con una dosis de velada, siniestra amenaza.