En plenas primarias republicanas, los multimillonarios hermanos Charles y David Koch se niegan a apoyar a Donald Trump, pero tampoco apuntalan a sus rivales. Estos financistas del movimiento conservador norteamericano han reservado casi 900 millones de dólares para llevar a un republicano a la Casa Blanca en 2017. Sin embargo, están indecisos sobre quién debería ser el destinatario de su aporte.
La misma desorientación cunde en todo el Grand Old Party (GOP). El impactante y temible ascenso del magnate Trump a expensas de sus dos principales rivales, los senadores latinos Ted Cruz y Marco Rubio, sacude y agrieta las rígidas estructuras del Partido Republicano.
Todo es desconcierto. Otro rival interno, el gobernador Chris Christie (New Jersey), pasó de ridiculizar al magnate a sumarse a su campaña. Mitt Romney había sumado a Trump (ex demócrata) para enfrentar a Barack Obama en 2011 y ahora resurge para tacharlo de “fraude”. Los líderes republicanos del Congreso llaman desesperados a frenarlo y el secretario general del GOP, Rience Priebus, terminó de complicarlo todo cuando, refiriéndose a Trump, afirmó: “La victoria es el antídoto de muchas cosas”.
Muchos relacionan el éxito de la demagogia nacionalista de Trump y su campaña de insultos fascistoides a minorías e inmigrantes con la inédita desigualdad social, agravada por el crack de 2007. En 2015, por primera vez en Estados Unidos, la clase media cayó debajo del 50%. Trump explota ese gran descontento de vastos sectores –principalmente blancos– que se sienten inseguros y ven en este outsider de la política la alternativa a un establishment insensible.
La caótica oferta de Trump refleja esa inquieta base social: propone levantar un muro frente a México y deportar a 11 millones de inmigrantes, pero también aumentar los impuestos a ricos como él; ofrece limpiar Washington de políticos corruptos pero mantener la cobertura de salud extendida por Obama; justifica la tortura pero reniega de las intervenciones militares en Irak o Afganistán.
Sin embargo, si hay un padre reconocible del candidato Trump, ése es el propio GOP. Desde 1964, en cada elección los republicanos radicalizaron cada vez más su discurso invocando un pasado de hegemonía blanca y conservadora en el que la sociedad estadounidense ya no se puede reconocer. El padrón electoral de 2016 será, étnicamente, el más diverso de la historia del país.
Esa obsesión republicana persiste: el Tea Party es su última expresión orgánica. El mismo espíritu alimenta el obstruccionismo ejercido por los republicanos en el Congreso desde hace ocho años: demonizaron a Obama y prefieren dejar la Corte Suprema incompleta antes que negociar con el presidente al sucesor del fallecido juez ultraconservador Antonin Scalia.
Que otro despreciado por el esta-blishment republicano, el senador evangélico Cruz, resulte la última esperanza conservadora de frenar a Trump sugiere cuánto se radicalizó el GOP. Hijo de cubanos y nacido en Canadá, Cruz es igual de duro con la inmigración y descree tanto como Trump del arte de la política tradicional.
Los republicanos se plantean ya varias alternativas. Activar una mayoría “anti-Trump” en la Convención Republicana de julio en Michigan; encontrar un tercer candidato que apoyen legisladores y donantes como Koch (se menciona a Condoleezza Rice); o llegar a noviembre, taparse la nariz y votar a Hillary en las presidenciales.
“El relato republicano de los últimos treinta años ha muerto”, confesó sin anestesia el editorialista Rod Dreher, de The American Conservative, la conocida revista tradicionalista y conservadora.
Trump no nació de un repollo. Hoy, sólo un (improbable) gran ejercicio de política podría ponerlos a salvo de su propia criatura.
Y todo indica que, en adelante, del mismo palo seguirán saltando las mismas astillas.
*Ex embajador ante la ONU, Estados Unidos y Portugal.