En Peste y cólera, Patrick Deville recuerda que la actual población de la Tierra es el 10% del total de los seres humanos que alguna vez vivieron en ella. Deduce que “si cada uno de nosotros escribiera la vida de diez personas a lo largo de la suya, nadie sería olvidado”. Así como el título del libro suena como una parodia de Jane Austen, ésta parece una idea borgeana con un toque igualmente siniestro. En realidad, Peste y cólera cuenta la vida de una sola persona, el extravagante Alexandre Yersin (1863-1943), un discípulo de Pasteur que descubrió el bacilo de la peste bubónica y se estableció luego en la selva indochina, donde difundió la medicina europea y se convirtió en una mezcla de Kurtz y Schweitzer que fabricaba vacunas y extraía caucho mientras estudiaba disciplinas tan variadas como la botánica, la meteorología, la etnología o la fotografía.
Es interesante el libro de Deville, aunque, en sintonía con su personaje, no lo parece tanto de entrada. Pero relatar la vida de su Yersin sin entrar nunca en su intimidad (no conoceremos sus preferencias sexuales, por ejemplo), le permite al autor recorrer silenciosamente la historia del mundo contemporáneo e ir demostrando con igual sigilo que el biografiado era una especie no clasificada de genio, cuyo espíritu aventurero y su desprecio por la burocracia científica le permitieron encontrar la libertad, la felicidad y la sabiduría lejos de París y de la civilización. (Deville es tan pudoroso con respecto a las actividades sexuales de Yersin como impúdico a la hora de producir definiciones de ese tipo.) Pero acostumbrado a que la grandeza de un escritor o de un científico se mida por la obtención del Nobel, Deville se ve obligado a explicar que Yersin no lo obtuvo en parte porque su mayor descubrimiento fue anterior a la existencia del premio y además se apartó de los laboratorios. Pero también porque en comparación con Pasteur, “Yersin sabe perfectamente que es un enano. Y sin embargo, es un gran enano”. (Tal vez esa no sea una gran frase, pero es definitivamente una gran frase enana).
Quien sí ganó el premio Nobel fue otro francés llamado Patrick (Tous les garçons s’appellent Patrick es el título de un corto temprano de Godard). Me refiero a Patrick Modiano, de quien leí esta semana seis libros para ver si la Academia sueca se había vuelto a equivocar. No llegué a una conclusión definitiva, pero me parece que su carrera transcurrió en el sentido opuesto a la de Yersin. Nacido en 1945, hijo de un judío que sobrevivió la ocupación de un modo oscuro, Modiano escribe variantes de su autobiografía y las mezcla con una obsesiva cartografía parisina. De un estilo elegante y elusivo, sus novelas hablan de un pasado brumoso que el presente no puede esclarecer y de un presente contaminado por el aura siniestra de ese pasado. Sus libros prueban lo difícil que puede ser contar la vida de quienes han sido tragados por la niebla de la historia. Pero tengo la impresión de que este niño no querido por sus padres, cuya vida relatada en Un pedigrí hace pensar en Los cuatrocientos golpes, empezó practicando una irreverencia celiniana para volverse con el tiempo cada vez más previsible y más políticamente correcto, como para que los suecos lo pudieran premiar sin remordimientos.