Nunca pensé en tener hijos hasta que me tocó ser padrino de Baltazar. Ya había sido padrino de otro chico –el hijo de un compañero de trabajo–, pero por mi impericia me quitaron ese padrinazgo. Así que cuando Santiago, mi compadre, me ofreció ser padrino de su hijo Baltazar traté de hacerlo a conciencia. Santiago ganó una beca de escritura y tuvo que estar un año en Alemania. Así que me tocó ejercer el padrinazgo. El primer día que pasé a buscar a Baltazar –que en ese entonces tenía unos seis años– pensé que me iba a aburrir mortalmente. Para mi sorpresa, la pasé bomba, y estar con Baltazar pasó a ser algo liberador. Lo llevaba a la calesita, lo llevaba al cine, hablaba por las noches por teléfono y esperaba ansioso el fin de semana para volver a estar con él. De alguna manera los hijos vienen para trabajar en contra de nuestro egoísmo, por eso al principio la relación es intensa y complicada. Conseguí que no me quitaran este padrinazgo y el vínculo con Baltazar no paró de crecer hasta el día de hoy, que ya está en la secundaria y que me tiene en la vereda de enfrente de su colegio técnico donde cursa, esperando que salga. Son las seis de la tarde y fue un día de calor intenso. El colegio de Baltazar queda en una manzana inmensa y tiene palmeras y árboles gigantescos y una bandera enorme que le podría servir de sábana al increíble Hulk. Hoy la bandera, musculosa, se mueve entre las hojas de los árboles que la ocultan en parte. Me da miedo. De a poco, la cantidad de gente que viene a buscar a los chicos crece en la vereda. Un motociclista, una mujer que fuma cruzada de brazos, yo. Entonces suena el timbre del recreo. Un timbre largo, eléctrico. Y ese sonido que había quedado en mi inconsciente y que no había escuchado por décadas me lleva a las mañanas letales y frías del patio de mi primaria, en el Martina Silva de Gurruchaga de la avenida Boedo. Había un recreo largo que todos esperábamos. Había un recreo más corto donde nos daban la merienda –un pan, mate cocido, a veces, con suerte, un sándwich de jamón y queso–, los maestros se amontonaban en su cuarto a tomar el té o a fumar. Nosotros los mirábamos cuchichear y reírse, distendidos, mientras algunos compañeros eran hostigados y otros reinaban. Estaba un portero que se llamaba Ramón y que limpiaba con aserrín cuando alguno de nosotros se meaba encima. Hubo un director con ideas progresistas, abierto, que produjo un cisma entre los padres conservadores, que lo combatieron hasta que renunció.
Teníamos un compañero judío que era genial para crear guiones para jugar con los soldaditos. Teníamos un compañero japonés que, con el tiempo, llegó a inventar el “boedismo zen”. Pensaba esas cosas, abstraído, cuando me di cuenta de que Baltazar estaba parado delante de mí, y que me hablaba. “Padrino, vamos”, me dijo. Yo pensaba que lo había venido a buscar a él, pero él me vino a buscar a mí.