El 20 de diciembre de 2001 a las cinco de la tarde estaba besándome con una chica, en una biblioteca. La revolución, el estallido y el caos, llegaban de improviso, como el amor. Con música de fondo de cacerolas, recuerdo que lo primero que pensé que eran sonidos, acordes producido por los deseos que la niña había producido en mí. Ella era portorriqueña y de los dramas nacionales no sabía nada. ¡Qué lindo es ignorar todo en ciertos momentos! Me apartó de su lado y dijo: “oigo ruidos, bocinazos… ¿Qué pasa?”. Nos asomamos a la ventana y vimos que muchas personas copaban la calle martillando sus cacerolas. La niña se fue y no volví a verla a verla nunca más.
Cerré la biblioteca donde trabajaba y me perdí con el mundanal de personas que se dirigían por Corrientes rumbo al Obelisco. Lo peor estaba a la vuelta de la esquina, como dicen ahora. Vi como la gente aplaudía, hacía ruido con sus cacerolas y se agolpaba en los cordones de la avenida para sumarse a esa muchedumbre espontánea y podrida de tanta injusticia.
Un par de horas después terminaría protegiéndome de los gases lacrimógenos y de las patadas de los caballos de la montada que me había acorralado contra una persiana de una panchería cerrada. Justo cuando el caballo iba a aplastarme con sus grandes ancas, apareció mi hada protectora, una militante política me agarró del brazo y me salvó de una muerte segura. Esta joven tenía la cara cubierta con un pañuelo y una remera roja y negra con la cara del Che. Nunca sentí tanto miedo, jamás comprendí como terminé en esa situación.
Pasó el tiempo, sobreviví y sobrevivimos, el país mejoró mucho. De cierta manera salimos de la crisis. Estamos mejor pero el caos parece rondarnos con sus grandes colmillos, escondido a la vuelta de la esquina. Pasaron los años, pero el miedo, la memoria y el recuerdo de aquellos años todavía nos traen sus fantasmas. Los saqueos y la inflación son sucesos que los argentinos hemos sufrido en carne propia. Para ser franco: les tenemos miedo. Pasaron los años, pero hay cosas que no se superan tan fácil. Basta hacer correr la voz de que entraron a un supermercado a llevarse cosas y los negocios cierran sus puertas. La gente se esconde en sus departamentos. Los medios de comunicación exageran todo y hacen un show de algo que nunca sucedió: dan por hecho los rumores y vuelven reales los pobres trascendidos.
Pasó esta semana en mi barrio de Once. Un Carrefour cerró porque escuchó comentarios que venían a saquearlo y con él cerraron la panadería, la verdulería, el ciber de la vuelta, el kiosco que no cierra nunca y ahora sí, cerró. Al final no había saqueadores, no había pobres con antorchas en las puertas de los supermercados. La policía para justificar muchas cosas, se llevaba detenidos a un par de pungas…
Siempre me asombró la facilidad con la que los noticieros siembran el terror en la sociedad. Su poder es asombroso, basta para que un noticiero levante cualquier probabilidad de saqueos, robos y aumente los precios, para que vivamos un juego paralelo a nuestra realidad. La CNN pasa los saqueos de Tucumán en el extranjero y parece que el país vive una guerra civil.
Mejoramos y sobrevivimos, pero todavía no somos capaces de superar al miedo. Una sociedad será libre cuando aprenda a no darle importancia a los medios que utilizan la información mintiendo.
Como sociedad que aprende de lo vivido, tenemos que tener la madurez de no dejarnos manipular por las noticias exageradas, las manipulaciones y las deformaciones con las que nos quieren mostrar una realidad falsa.
Los medios tienen un poder exagerado, pero también frágil, difícil de manejar. El poder de los medios de comunicación se basa en la verdad de las noticias. Está en nosotros aprender a descubrir nuestra propia realidad sin que nos bajen líneas de moral y religión. Mirar la realidad con nuestros propios ojos, es el desafío que nos debemos imponer de ahora en adelante.
*Escritor.