En el final de la columna de ayer (e.perfil.com/deja-vu-i) se prometía para hoy el relato acerca de cómo Carlos Melconian ya había sido condenado por el Gobierno al menos tres veces en el último año y medio, antes de que Mauricio Macri lo despidiera formalmente de la presidencia del Banco Nación.
Su primer traspié ocurrió al disputar en público con Macri por la salida del cepo cambiario: el candidato entonces anunciaba que sería de inmediato (alentado por Prat-Gay y Sturzenegger), y Melconian consideraba que la salida iba a ser progresiva. Se permitió alguna insolencia adicional. Para Macri fue una ofensa, le pidió que se corrigiera y el profesional contestó: no puedo expresar lo que no creo. El ingeniero replicó: ahora no me traigas más los informes, pasáselos a Nicky (Caputo).
Hombre de Valentín Alsina, Melconian descubrió que nunca sería el ministro de Economía de Macri. Un sino malogrado: no pudo ser con Menem, tampoco con Duhalde, menos con Néstor. Para colmo, fue un éxito la salida ipso facto del cepo.
El segundo episodio condenatorio se registró con otro miembro del Gobierno. El mandatario le sugirió a Melconian que asesorara como docente, desde el Banco Nación, al vicejefe de Gabinete Mario Quintana. La propuesta o instrucción no entusiasmó al economista, debía suponer que ya había gastado sus enseñanzas con su ahora presidente. Ese desaire también afectó a Quintana, quien manifestó especial satisfacción cuando le tocó despedir a Melconian. Casi el mismo orgasmo silencioso de Marcos Peña al echar a Prat-Gay.
Faltaba un tercer caso de controversia. Como titular del Banco Nación, Melconian estampó un acuerdo salarial con el gremio de doble efecto contra los intereses de la Casa Rosada: cerró un porcentaje que supera las expectativas inflacionarias oficiales y, al mismo tiempo, le otorgó más poder a Sergio Palazzo, un sindicalista de origen radical indignado por haber sido excluido de la conducción cegetista y de sus entendimientos con Macri. Al extremo que abjura también de la UCR asociada al Gobierno y, vía Leopoldo Moreau, se asoció a Cristina de Kirchner en ciega beligerancia. Para muchos simpáticos, este fenómeno transformador obedece a que Palazzo era un obeso que tuvo el mérito de adelgazar la mitad de su peso y, en ese proceso, hasta le cambió la cabeza.
Aunque el relato de los protagonistas sea otro, y terso, se empareja al de los que repiten la fantasía del becerro de oro de Vaca Muerta como en tiempos de Cristina, al convenio no firmado con los petroleros por la flexibilización laboral y que la relación con Donald Trump será próspera y conveniente. Si así fuera, Macri habría enviado a alguien más significativo que su embajador a la jura en Washington y el nuevo presidente norteamericano no habría dicho que la Argentina, Brasil y la India son naciones con poco interés para la inversión. Otro déjà-vu.