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LA LENGUA ARGENTINA

Del cambio y las mujeres

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Ellas. Nuevos roles, no sólo ocupadas de la crianza. | shutterstock

La lengua está cambiando. Eso no es ninguna novedad. Si la lengua no cambiara, estaríamos hablando latín. O indoeuropeo. O la lengua que se hablaba antes de Babel y el mito de la torre. Pero la lengua está cambiando, así, en presente que progresa, y no parece trivial interesarse por el cambio de la lengua.

El cambio lingüístico es un fenómeno estudiado con estándares científicos desde hace mucho tiempo (los neogramáticos, por ejemplo, hablaban de los cambios fonéticos a fines del siglo XIX). Pero algunos científicos y muchos hablantes lo consideran una fuerza destructiva, algo así como una ola que se lleva lo que había y que deja revuelto lo poco que deja. En esa línea de razonamiento, desde luego, el ideal dorado lo constituye la invariabilidad.

La sociolingüística no ve en el cambio, por el contrario, más que un síntoma de salud. Si, en algún sentido, la lengua es un espejo de la sociedad, toda lengua deberá reflejar –en sus palabras y en sus estructuras– el propio desarrollo de las comunidades. Puede pensarse, así, que el cambio lingüístico es apenas la cara visible de una sociedad que evoluciona.

Sobre todo en el último medio siglo, el cambio lingüístico ha sido estudiado desde distintas perspectivas. Que si en él interviene el estrato social de quienes lo promueven o si lo prescribe la edad de quienes lo generan. Que si es inducido por el vulgo o viene impulsado desde las altas esferas.

Por su parte, y a la hora de asociarlo con cuestiones de género, los estudios más reconocidos han mostrado una falsa paradoja: las mujeres son las más conservadoras y las más innovadoras ante el cambio lingüístico. ¿Cómo puede ser?

Dos son las razones más salientes que se esgrimen para explicarla: la inseguridad social y el rol de la maternidad. En efecto, la historia ha puesto tradicionalmente a las mujeres en un lugar de inferioridad pública y han sido mayormente las mujeres quienes, tanto en el hogar como en la escuela, se han ocupado de la crianza de los niños.

Su estatus de sujetos menos reconocidos socialmente las tensionaría hacia la conservación: lo que ya está establecido, lo que ya es considerado correcto. Su papel educador las proyectaría hacia el futuro: lo que va a dominar, lo que se va a imponer.

La paradoja se resuelve cuando se habla de distintas arenas lingüísticas: sin pretender el acuerdo de todos, diré entonces que la mujer se apega a los usos estándares como estrategia de custodia de lo prestigioso en un panorama de estabilidad y se anima a la innovación como estrategia de amparo de lo venidero en un panorama de variabilidad.

A quienes nos seducen estos temas no puede menos que emocionarnos la ocurrencia del lenguaje inclusivo. Motivado por la ambigüedad inherente del masculino, la irrupción de una “e” que viene a reemplazar la “o” (o la forma que correspondiere) cuando un sustantivo o un adjetivo o un pronombre aluden a seres sexuados de distinto género, el lenguaje inclusivo puede considerarse un cambio en curso. Un cambio que tendrá éxito y se quedará –reformulando el actual sistema binario en ternario– o fracasará y se perderá, como han fracasado tantos cambios de los que ni siquiera nos queda registro.

Lo llamativo de este caso es que, de acuerdo con los experimentos que Carlos Gelormini Lezama y su discípula Ana Zarwanitzer llevaron a cabo en la Universidad de San Andrés, no puede decirse que haya líderes claros en este asunto: el lenguaje inclusivo es asumido por los distintos géneros de manera equivalente.

(Es que, a poco de pensarlo, ya no puede decirse que las mujeres se sientan inseguras socialmente: han empezado a ocupar lugares de poder, nacionales y supranacionales, profesionales e institucionales. Y tampoco se puede decir que tengan el monopolio de la crianza de los niños: las personas de otros géneros se están ocupando tanto como las mujeres de atender a los más chicos).

Y eso así porque la lengua es, en algún sentido, un espejo de la sociedad. O sea que –y esto es evidente– no solo la lengua está cambiando.

 

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.