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la lengua argentina

La chipa, el chipá y la democracia

Chipá.
Chipá. | Cedoc

En un posteo del 11 de junio en sus cuentas de Twitter y de Instagram, la Unesco sugirió que el chipá –ese bollito tan rico hecho con harina de mandioca y queso– tiene su origen en la Reserva de Biosfera Yaboti, localizada en la provincia de Misiones, República Argentina. Semejante aseveración, como era de esperar, provocó el enojo de los paraguayos. Es que –se sabe– la chipa es de Paraguay. Y, por si fuera poco, está registrada como parte del Patrimonio Gastronómico paraguayo, declarado de interés nacional en mayo de 2018.

La chipa. Así, sin tilde, pronunciada como palabra grave. Y en femenino.

Y esa es la segunda parte de la controversia, la parte que va más allá de la protesta pública representada por el “Comunicado de la Secretaría Nacional de Cultura [de Paraguay] sobre las publicaciones realizadas por la Unesco respecto a la Chipa”, que reza, acerca del tuit de la Unesco, “dichas declaraciones afectan sensiblemente a un bien inmaterial de la nación paraguaya”. Hablo de la parte de la controversia que se refiere al género morfológico de la palabra y a su acentuación. Que si la chipa, que si el chipá.

Las variedades de una lengua, lo que habitualmente llamamos dialectos, son en realidad las realizaciones concretas de la actividad lingüística: siempre se habla en un dialecto. En el punto que interesa aquí, los dialectos aluden a las variantes que adopta una lengua según sea el lugar del que provienen los hablantes. Qué duda cabe de que los porteños no hablamos igual que los cordobeses. O de que los colombianos no hablan igual que los chilenos. Aun cuando todos hablemos español.

Es más: no es infrecuente que, al reconocer un acento distinto del nuestro, queramos identificar de dónde viene quien lo emplea. Aunque no son solo los acentos lo que cuenta a la hora de distinguir variedades. Las formas de tratamiento (como “tú” o “vos”) que usa y el empleo de ciertas palabras (como “piba” o “gurisa”) –entre muchas otras marcas– dan pistas también de dónde viene quien está hablando.

Y es ese reconocimiento el que debiera desarrollar –virtuosamente– en los hablantes el orgullo de pertenencia a un lugar geográfico y a una comunidad determinada. Porque si la identidad es el conjunto de peculiaridades que caracterizan a un individuo o a una colectividad frente a los otros, el dialecto es uno de sus rasgos más característicos. Quizás, el primero y primario.

Sociolingüistas como James Milroy han advertido, sin embargo, que la constatación de las diferencias en las variedades vino aparejada, tradicionalmente, con una cierta valoración axiológica. Algunas variedades son, en concreto, consideradas más prestigiosas que otras, con un fundamento en todo caso impresionista o ideológico, pero nunca científico. Y es que en función de una metonimia que transfiere una representación de las condiciones sociopolíticas o históricas a la comunidad de habla, unos dialectos suelen ser estimados como mejores que otros.

Grave confusión. Ni “la chipa” es mejor ni “el chipá” es superior. “La chipa” y “el chipá” son dos variantes dialectales que responden al uso de pueblos diferentes, el paraguayo y el correntino. Variantes que, además, no saturan las posibilidades (pues también existen “el chipa” y “la chipá”). En esta línea de razonamiento, permítame decirle que, si hay algo que enriquece al español, eso es la diversidad de sus dialectos. Sin importar qué comunidad los hable, ninguno es preferible a los otros. Todos deben ser respetados idénticamente.

A diferencia de los dialectos, las ideas en democracia parecieran admitir una escala axiológica de valores. Sí creo que hay algunas ideas políticas que son mejores que otras. Pero igual que en el asunto de las variedades de lengua, es nuestra obligación como ciudadanos respetar todas las ideas democráticas, sobre todo aquellas de las que disentimos.

 

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.