El mundo entero se ha vuelto nuestra casa. Nunca como ahora se han acortado las distancias. Sobre todo, las distancias lingüísticas. Quienes tienen un abono a cualquier proveedor de servicios de cable –por dar un ejemplo burdo– saben de qué hablo: muchos canales televisivos de distintos países llegan a nuestra pantalla en sus respectivos idiomas. Y Spotify nos acerca voces de los rincones más lejanos del planeta.
Por esas (y otras) vías se difunden palabras que, aunque extranjeras, empiezan a sonarnos familiares y terminamos usándolas. En alguna medida, he ahí la razón de que algunas personas crean que estamos sufriendo una cuantiosa invasión de palabras extranjeras, en particular, inglesas. Sin embargo, el fenómeno no es nuevo. Para nada. El español está plagado de influencias de distinto origen. Izquierdo y pizarra provienen del vascuence; zurdo proviene del gallego; almíbar, alhaja y almohada provienen –por supuesto– del árabe.
Es más. Sin ir muy lejos en el tiempo, y como bien enseña Yolanda Hipperdinger en su artículo “La incorporación léxica en español bonaerense. Valoraciones y usos de ‘nuevos’ y ‘viejos’ préstamos”, también en los últimos cien o doscientos años se suscitaron con otras lenguas situaciones semejantes a lo que ocurre hoy con el inglés. Como la internacionalización de la moda, que nos llenó de palabras francesas referidas a la vestimenta: corsé, bragueta, crochet, ribete. Y otras, ya más infrecuentes, como canesú, bies, evasé o tailleur.
No solo eso. En el español de la Argentina, la fuerte inmigración de los siglos XIX y XX trajo consigo sus novedades léxicas. Aunque no lo advirtamos a primera vista, muchos vocablos del ámbito gastronómico que usamos todos los días son italianos: mozzarella, spaghetti, brócoli, capuchino. Algunos tal cual se escriben en su origen, otros españolizados, no nos resultan ajenos.
Ha de admitirse, con todo, que el avance de la tecnología trae novedades en inglés.
En particular, algunos términos referidos a actitudes y comportamientos inauditos –e imposibles– hace apenas un par de décadas. El grooming, por caso, que se refiere a la relación que un pederasta establece con un niño o una niña por medio de un engaño en internet. O el phishing, un tipo de ingeniería social que busca obtener datos confidenciales de manera tramposa.
En las últimas semanas hemos escuchado hablar de astroturfing (ver la nota “Astroturfing: la batalla en los celulares para captar a los indecisos durante la campaña” de Hugo Alconada Mon, aparecida en La Nación el domingo 16 de junio). Palabra enrevesada si las hay, algunos académicos han comenzado a usarla para referirse a una forma de artificio propagandístico que ciertas agrupaciones políticas emplean en sus campañas.
¿De qué se trata? Muy simple. De esconder a quienes elaboran estratégicamente un mensaje para hacerlo aparecer como espontáneo, como nacido de la base social, con el objetivo de que se viralice. Y es justamente de allí de donde proviene su nombre.
Astro Turf es la marca registrada de un producto estadounidense, un césped sintético que imita con bastante eficacia el césped natural. Es decir, el astroturf es un producto artificial que simula crecer orgánicamente. Como los mensajes de esas campañas políticas que emplean la apariencia de la espontaneidad para cooptar las voluntades de los ciudadanos –futuros electores– indecisos.
Queda claro, por lo dicho, que el ingreso de palabras extranjeras –extranjerismos y préstamos– a nuestra lengua no es, en absoluto, un fenómeno extraordinario. Tal vez lo que sí debiera llamar la atención son las palabras referidas a acciones fraudulentas que se han introducido desde el inglés en los últimos tiempos. O, más aún, lo que debiera llamar la atención no son esas palabras sino las acciones a las que ellas aluden.
Y que en nuestra casa –el mundo entero– tengamos que estar tanto más alertas para que no nos engañen.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.