Cuando alguien habla de su abuelo, sospecho que para usted (que habla español), tal como me pasa a mí (que hablo español), resulta irrelevante –al menos en principio– si se trata del abuelo materno o del paterno: es el abuelo. Y punto. Pues bien, para los suecos, el detalle ha de ser relevante: “morfar” es el abuelo materno y “farfar” es el abuelo paterno. Que sea materno o paterno está inscripto en la lengua sueca.
En línea con este dato, pretendo argumentar que la lengua que hablamos nos atraviesa y le da forma al mundo que percibimos (los suecos no pueden no pensar que los abuelos se dividen en maternos y paternos, aunque lo hagan sin darse cuenta). Y, en forma recíproca, se ve obligada a representar el mundo en el que vivimos.
He allí la razón para que creemos (o importemos) nuevas palabras (o significados nuevos para viejas palabras) cuando emerge una realidad novedosa: piense usted en todos los vocablos que usamos para hablar de las nuevas tecnologías. E-mail, Facebook o whatsappear son apenas algunas muestras.
No debería entenderse, por lo dicho, que solo se crean sustantivos o verbos. En tanto el tratamiento del interlocutor, en el siglo XVI, empezó a perder su sentido de formalidad o de distancia en español, apareció una forma que restituía ese uso: “vuestra merced”, que derivó en “usted”. De modo (en cierto sentido) inverso a lo que ocurría por entonces, el tratamiento más informal –esto es, “vos”– ha extendido su alcance de manera casi absoluta en los últimos años, al menos en Buenos Aires, mientras “usted” ha quedado evidentemente restringido.
Ahora bien, lo concedo, que una realidad “novedosa” se imponga en la morfología de una lengua resulta más extraño. Pero no me parece imposible.
Por caso, el griego antiguo tenía, entre el singular y el plural, una forma dual (como la que en español se reconoce en “ambos”), que se ha perdido en el griego contemporáneo. La novedad es allí que ya (por algún motivo que desconozco) no tiene razón de ser la distinción entre el dual y el plural.
Tampoco me parece imposible que una forma nueva surja como resultado de la acción deliberada de un grupo de hablantes. La verdad es que no sabemos exactamente de dónde ni cómo se han dado los cambios a los que aludí en los párrafos previos: bien pueden haber sido promovidos por un conjunto específico de personas (algo que, dicho sea de paso, es habitual cuando se habla del éxito de una campaña prescriptiva).
El lenguaje nombrado como inclusivo, con su empleo de equis o arrobas o la tan denostada “e” neutra, es un buen ejemplo de lo que afirmo. No porque su uso ya esté establecido –en todo caso, eso demorará varias décadas–, sino porque es una especie de cambio o creación (quizá) en curso.
Para empezar, se trata de una forma que viene a suplir la carencia que sienten ciertos hablantes ante la ambigüedad inherente al masculino. Si una nenita habla en el colegio de “sus padres”, ¿se refiere a ‘padre y madre’ o se refiere a dos ‘padres (varones)’? La ley habilita ambas opciones –si hubiera dicho “madres”, como usted notará, no hay ambigüedad posible–.
Y para seguir, es cierto que es un conjunto de hablantes quienes buscan imponer ese cambio de algún modo. Sobre todo, mujeres. Sobre todo, adolescentes y jóvenes. Sobre todo, estudiantes. Cuando hablan. Y cuando escriben.
Como sea, no hay que apresurarse ni hay que engañarse. Cual un sistema de vasos comunicantes con su fluir que va de uno a otro, la lengua se adecua a la realidad y adecua la (interpretación de la) realidad a sus condiciones. Y la realidad de los géneros sociales –las marchas por el orgullo LGBT+ o el #NiUnaMenos lo evidencian– está en movimiento. ¿Tendrá ese movimiento un verdadero impacto en la morfología del español?
Le juro que no lo sé. Pero ¡qué quiere que le diga! Solo pensar que estoy asistiendo a un cambio de tamaña magnitud me conmueve. ¿A usted también le pasa?
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.