A diferencia del discurso escrito, que es un discurso de segundo orden (porque se lo aprende, normalmente, bajo la tutela experta de alguien), el discurso oral se caracteriza porque se adquiere de manera natural: cualquier bebé sano comienza a hablar –con más o menos estimulación– entre los dos y los tres años. Pero la descripción de la oralidad no debería restringirse a lo verbal.
Cierto es que las palabras, el timbre, las inflexiones de la voz son cruciales al hablar de discurso oral. Nadie dudaría de que la velocidad con que se habla o la tonalidad del discurso, el ritmo y la modulación constituyen una parte importante de lo que terminará entendiéndose. Aunque me atrevo a decir –sin ser en absoluto original– que tan importantes como todo eso que se relaciona con lo sonoro, al menos cuando se habla de una oralidad en presencia, son las expresiones de los ojos, los gestos de la cara o los movimientos corporales, los desplazamientos y el manejo del espacio.
Dicho esto, y en línea con lo que muy bien explican Helena Calsamiglia y Amparo Tusón en Las cosas del decir, tampoco puede afirmarse que la oralidad constituida por todos esos elementos que resumo más arriba sea totalmente natural. Si bien es verdad que los bebés adquieren una lengua en la infancia sin monitores que los guíen completamente, también es verdad que se someten a todo tipo de instrucciones de manera implícita y de manera explícita. Implícitamente, cuando imitan; explícitamente, cuando acatan (“eso no se dice” o “no se señala con el dedo”).
Ahora bien, cuando se trata de adultos que cumplen roles específicos, la oralidad exige muchas veces un cierto entrenamiento con dos –como mínimo– objetivos: cumplir correctamente el rol del que se trate y participar de una cierta comunidad que se reconoce en la ejecución de ciertos hábitos establecidos. De hecho, las enseñanzas relativas a la retórica y la oratoria en la antigüedad clásica (esto también lo recuerdan Calsamiglia y Tusón) pretendían desarrollar en los discípulos las competencias comunicativas orales.
Cualquier profesional que se precie necesita manejar un quantum mínimo de habilidad en este asunto. Y cuánto más si se trata de sujetos expuestos a la actividad mediática audiovisual, desde periodistas y especialistas hasta políticos y políticas. Es que cada quien deberá contar entre sus aptitudes con la capacidad de reconocer qué inflexiones y qué gestos resultan apropiados en cada situación, o en cada género particular.
Tomemos, por caso, al Presidente. No será igual, desde luego, su comportamiento oral en la apertura de las sesiones legislativas –en las que, aun cuando se enoje, no parece adecuado que se levante de su silla– que en la inauguración de una obra pública vial –en la que se esperará, incluso, que camine para resaltar las bondades del resultado tangible–.
En la última semana, el ingeniero Macri presentó la finalización del Paseo del Bajo. En su alocución, con las palabras y el tono que lo revelan en campaña, se permitió una actitud que no le es frecuente: se agachó para tocar el asfalto mientras decía: “Decidimos terminar con todo eso, con la patota y la mentira. ¿Y qué obtuvimos? Esto, que no es relato. Porque este pavimento no es relato, esto es real, esto que estoy tocando acá es real”.
Como sabe cualquiera que estudie teatro, el énfasis corroborador del movimiento que acompaña la palabra es mucho más fuerte y más memorable que la palabra a secas. La pregunta es, entonces, si el gesto teatral que suma dramatismo atenta contra la autenticidad del acto comunicativo.
La mitad de la biblioteca de quien estudia la comunicación política dirá que sí. La otra mitad, que no. En la Grecia antigua, donde amaban el teatro, responderían que el dramatismo no está divorciado de la autenticidad. ¿Qué responderíamos en la Argentina actual?
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.